López Ortega:Esta no fue una revolución sino un zarpazo de militares
"Al no haber política cultural en Venezuela, la infraestructura cultural se convierte en elefantes blancos: nadie saber para qué sirven porque los han vaciado de contenido y propósito" una de las interesantes opiniones de Antonio López Ortega que fluyen en la siguiente entrevista de Roberto Giusti

No resultó difícil sacarlo de un mundo alejado de la realidad porque el intelectual, y ese es su caso, se nutre de la realidad, vive con ella y no la rehuye. Referente obligatorio a la hora de buscar respuestas a la crisis cultural (quizás la menos tocada) que sufre el país, Antonio López Ortega lo corrobora cuando afirma que el intelectual moderno se debe a una crítica permanente del poder y advierte como en Venezuela lo que se califica como una revolución no pasó de ser “un zarpazo de militares convencidos de que el tesoro nacional les pertenece”.
Diverso y complejo, el joven López Ortega dejó los estudios de física cuando ya había superado la mitad de su carrera para dedicarse a la literatura. Pero pese a ese cambio radical no abandonó su gusto por la diversidad y desde allí se convirtió en narrador, ensayista, crítico, editor y promotor cultural.
Las grandes corrientes de las bellas artes y del pensamiento que se desarrollaron en el siglo XX, generalmente en sociedades regidas por la democracia y el capitalismo, ¿no fueron impulsadas por pensadores y creadores en su mayoría inspirados en doctrinas como el fascismo, el marxismo o el populismo?
Quizás el marxismo de los inicios arrastró a muchos intelectuales, pero también muchos de éstos no tardaron en decepcionarse. El stalinismo asesinó a propios y extraños, y los intelectuales y escritores rusos más importantes de comienzos de siglo más bien fueron perseguidos y castigados. Por lo demás, no creo que el fascismo o el populismo hayan sido escuelas intelectuales: el caso de Céline, por ejemplo, gran escritor pero pensador execrable, es una excepción. Frente al auge de las ideologías, que sí lo hubo, pensemos más bien en aquellos intelectuales que, desde Albert Camus a Octavio Paz, alertaron sobre el riesgo de dejar de pensar, que es lo atinente al intelectual. Las ideologías obligan a claudicar, mientras que el oficio intelectual debe vigilar todo lo que está relacionado con el poder.

¿Por qué cuando los creadores llegan a convertir el sueño en realidad, es decir la toma del poder, suelen ser sus primeras víctimas?
No creo que, al crear, los creadores quieran convertir los sueños en realidad. Más que soñarla, buscarla o negarla, los creadores construyen una realidad paralela, de belleza o terror, que desde ese campo imaginario ilumina la reflexión, los sentimientos y las convicciones. Por otro lado, nada más ajeno a la vocación intelectual que el poder. El intelectual moderno se debe a una crítica del poder: es su función social, si alguna tiene. Por eso su distanciamiento de las ideologías, que al final quieren conquistar el poder, todo tipo de poder.
¿No ha sido esa la actitud del mundo académico venezolano, con sus integrantes, estudiantes y profesores que, en su gran mayoría, ha sostenido una firme oposición al régimen?
Es muy cierto. Si algo caracteriza a nuestra clase intelectual es su crítica al régimen. En eso hemos sido muy claros y constantes. Nadie nos ha engañado y la voz de alarma ha sido permanente. Nuestros historiadores, por ejemplo, siempre supieron que, más allá de consignas políticas que se creían novedosas, los golpistas que luego se hicieron gobierno representaban la resurrección del militarismo. En el caso de los escritores, que en estos últimos veinte años han producido grandes obras, tampoco se han prestado a engaño. Vieron con mucha anticipación que estos arrestos de la barbarie venían a destruir la cultura venezolana, y en consecuencia respondieron creando un territorio de significación en el peor momento posible, para que en un futuro, cuando nos toque volver a ver estos tiempos, nos demos cuenta de que, literariamente hablando, no vivimos un vacío, sino que construimos una cartografía de la tragedia. Las historias de hoy están contadas y el dolor de estos tiempos, que es profundo, está expuesto en la gran poesía venezolana de hoy.

En Venezuela, la democracia le cedió las universidades, y en general las instituciones de la cultura, a los intelectuales de izquierda. Luego Chávez se las arrebató. ¿No crees que quienes están al frente de este sector se han convertido en meros propagandistas del gobierno o vislumbras algún rasgo positivo?
No creo que el verbo correcto sea ceder. Yo diría más bien que las universidades venezolanas crecieron en democracia como nunca lo habían hecho. Y lo hicieron en libertad, en autonomía, en calidad, asumiendo la enorme tarea de formar a los grandes profesionales del país. La modernización venezolana se debe, esencialmente, a los universitarios. Que luego, en los años 60, las olas izquierdistas hayan llegado al claustro, pues yo diría que ese fue un movimiento universal, caracterizado en América Latina por la irrupción de la Revolución cubana. Es cierto que la universidad venezolana cobijó a la guerrilla y a los movimientos insurreccionales, pero nunca hasta el punto de desnaturalizarla o contradecirla. La libertad de cátedra permitía ver toda la variedad de pensamiento, pues eso es también consustancial a la democracia. Pero ni siquiera ese período de gran tensión le hizo a la universidad venezolana el daño que le ha hecho este régimen, que ha violado su autonomía y, de facto, ha convertido a sus autoridades en prisioneros de sus propios cargos, al no permitirles la convocatoria a elecciones. Las violaciones han sido sistemáticas, y de cara a todas las afrentas y abusos, la hidalguía de la universidad venezolana ha sido ejemplar… Otra situación sería la de la institucionalidad cultural, donde es posible que muchos intelectuales de izquierda se hayan refugiado, pero siempre en beneficio del propio sector. Desde los años 60, con la creación del INCIBA, la institucionalidad cultural venezolana creció mucho en pocas décadas: en los 70 se crea el CONAC; en los 80 se promulgan las cuatro leyes sectoriales (Libro, Cine, Artesanía y Patrimonio); en los 90 se crean las fundaciones de Estado. Fue un progreso vertiginoso, que este régimen congeló o terminó destruyendo con la inacción. Al no haber política cultural, la infraestructura cultural se convierte en elefantes blancos: nadie saber para qué sirven porque los han vaciado de contenido y propósito.
¿No se atrevería a opinar sobre el Sistema Nacional de Orquestas?
Siempre se puede hablar del Sistema de Orquestas. Y en primer lugar porque ha sido el gran programa cultural de la democracia venezolana, sostenido por todos los gobiernos: el de mayor alcance y el de mayor calado social. El gran dilema del Sistema ha sido, precisamente, cómo convivir con el régimen. Y ante la posibilidad de perder los soportes financieros y arriesgar la sostenibilidad, Abreu pactó con el gobierno, pero a un costo muy alto, tanto en lo personal como en lo institucional. De pronto se nos convirtió en un personaje acrítico, irreconocible; de pronto renegaba de uno de sus grandes logros: las fundaciones de Estado. Ver a las orquestas infantiles tocando los compases del Himno Nacional cuando algún jerarca subía o bajaba de un avión es algo penoso, indigno del Sistema. No son esas las funciones de las orquestas, pero hasta allí han tenido que rebajarse por razones de supervivencia.
Si en su momento, el modelo económico fue destruido, ¿no ocurrió lo mismo con la cultura, entendida esta en el más amplio sentido del término? ¿No crees que, a diferencia de sistemas similares del siglo XX, el chavismo no hizo nada por llenar el vacío con una concepción propia de la cultura?
Es posible que, en algún momento, hayan querido tener su concepción propia, como cuando Farruco Sesto quiso hacer aquellas bienales de arte donde cualquier persona podía participar, pero al final nada resultó. Si el régimen ha fallado en todo, su estrepitoso fracaso en cuanto a políticas culturales merece un caso de estudio: cómo destruir la institucionalidad cultural en pocos pasos. Mi impresión es que el régimen se desinteresó de la Cultura cuando entendió que con ella no podía hacer propaganda ni proselitismo, como sí creyó poderlo hacer con el Sistema (de allí el apoyo). A partir de esa certeza, abandonó los espacios y se despreocupó de las políticas. Estamos muy lejos del fulgor cultural inicial que tuvieron las revoluciones rusa o cubana en el siglo XX, quizás porque la nuestra nunca fue tal, sino un zarpazo de militares convencidos de que el tesoro nacional les pertenecía. A veces la mente nos traiciona y, por convención, nos pone a hablar de gobierno o autoridades, pero ya en el declive de esta pesadilla, nadie duda de que tratamos con una corporación distinta.

¿No está la emigración masiva derrumbando mitos como aquel según el cual el venezolano es flojo por naturaleza? ¿No están demostrando, más allá de las fronteras, tanto el profesional universitario como el más humilde limpiador de pocetas, una eficacia y responsabilidad que nos empeñábamos en desconocer?
Lo de “flojo por naturaleza” era una afirmación de nuestros positivistas, pero cuando la leo o escucho siempre pienso en la tradición popular de nuestros “cantos de faena”, una de las más ricas del continente americano. Si el gentilicio venezolano crea arte (en este caso, música) alrededor del trabajo, entonces no debemos ser tan ajenos al esfuerzo de hacer cosas. Y quizás esta circunstancia dramática lo esté demostrando. El paso de los Andes de 1813 lo estamos replicando, pero en función de otra guerra, que es la de la supervivencia. No hay duda de que debemos admirarnos por la cantidad de venezolanos que buscan la vida en países distintos al propio, que tristemente se las ha negado. Esa determinación viene de muy adentro, es casi un reflejo del inconsciente colectivo. Nos demuestra que, en momentos críticos, sabemos recurrir a energías que creíamos no tener.
Desde la perspectiva del ser venezolano, ¿cómo influye la diáspora en quienes se quedan?
Conceptos como diáspora, éxodo o migración me parecen limitados, porque no abarcan todo lo que hay por detrás. Yo parto del principio de que el país está malherido, casi destruido, y ante tal devastación la gente actúa según su propia conveniencia, porque es la integridad de la familia o la intimidad personal lo que está en riesgo. Entonces cada decisión es respetable: tanto la de quien se queda, apertrechándose como pueda, como la de quien se va, que busca mejores condiciones de vida. Uno se diferencia del otro por razones, digamos, situacionales, pero no esenciales. Quien se va se lleva tanto país como el que se queda; no se olvida en ningún momento de sus orígenes, de su paisaje natural y emocional. Es importante lo que los venezolanos de afuera están haciendo por su país, tan valioso como lo que hacen los que están adentro. Yo no pienso en términos de un país dividido, fracturado, sino atomizado. Estamos en todas partes, y dentro de lo malo esto es un beneficio, porque nos hemos vuelto ciudadanos del mundo, aparte de ser los mejores representantes de la causa venezolana, que clama por recuperar la democracia.
Y los que se fueron, ¿se diluirán en las culturas de los países que nos acogieron?
Sólo el paso del tiempo lo determinará. Seguramente, los más jóvenes crecerán en su país de adopción y lo harán propio; como habrá también quienes retornen. Esta experiencia ha sido traumática, pero del dolor también se aprende, al menos en un nivel psíquico. Seremos distintos, pero también más maduros, más universales.
En síntesis, los intelectuales venezolanos han asumido la destrucción del país trabajando, más allá de su posición crítica, por su reconstrucción.
De la mejor manera en que lo pueden hacer: ejerciendo a fondo su vocación. Cuando todo es destrucción, los intelectuales deben documentarla, cartografiarla, reproducirla, memorizarla, para que no reine el olvido, que es la apetencia de los autócratas, sino las huellas de esta épica humana, sufriente, que tanto nos ha marcado. Insisto en que en estos años se han escrito obras notables, de gran altura, en todos los ámbitos de la cultura, que serán los mejores reflejos cuando desde el futuro volvamos las caras. El horror quedará retratado para beneficio de las generaciones venideras, y no habrá espacio para el ocultamiento. La tarea de nuestros intelectuales está cumplida con sobrada razón.
