Aun llueve sobre el alero de Rashomon
El llamado efecto Rashomon que manifiesta en la era digital, tributa su nombre al clásico del cine japonés, estrenado hace 69 años

El llamado “efecto Rashomon” habría que desmadejarlo del análisis apresurado de la maraña digital. Tiene origen en el anhelo incansable del hombre por hallar, si no uno, los caminos que sean para aproximar una verdad. Entre tanto derrotero posible, avisa el extravío. En cuanto a la noción del “efecto” de marras, un prominente autor, de los que muchos periodistas hispanoamericanos tienen entre sus lecturas sapienciales, aventura remitir el origen del concepto a una novela inexistente, según él –tan desprolijo– titulada Rashomon, supuestamente escrita por el genio japonés Ryunosuke Akutagawa.
Rashomon es sobre todo una película de 1950, con un guion basado en el cuento de Akutagawa “En el bosque”, y con alguna pincelada tonal tomada de otro cuento del escritor titulado, sí, “Rashomon”, cuyo drama se aleja del todo de la obra cinematográfica de tan extraordinario realizador, Akira Kurosawa.
Lo que tan fácil se nombra como “efecto Rashomon” tiene su raíz en la trama de la fábula; la de un crimen en el Japón medieval, de cuando los caballeros y delincuentes por igual, llevaban un sable al cinto. Se trata del logos estructurado por el punto de vista diverso. Y eso es lo que con la mejor intención el periodismo toma para su propio relato como valor: construir la objetividad desde varios ángulos subjetivos. La policía de investigación lo tiene como rutina, al menos en teoría: la verdad de un hecho criminoso a partir de todos los testimonios posibles.
Pero en el arte narrativo –literario o cinematográfico—la verdad trasciende a toda función social y el pathos no admite juzgamiento, y pasa del castigo que convenga una sociedad en caso de transgresión.
Siempre es oportuno volver a la pieza de Kurosawa, una adaptación en la que se hizo acompañar por el guionista Shinobu Hashimoto. El portal mexicano Encine.com, activísimo sitio web de divulgación y crítica de cine, la recuerda desde hace días, y a propósito de los 69 años del estreno, con un clip en el que el gran director estadounidense Robert Altman, hace admirada exégesis.
Al inicio, dos testigos, tras comparecer en el juicio por el asesinato de un samurái de casta en presencia de su esposa, un monje y un leñador, son cautivos de la lluvia torrencial que no cesa, bajo el ruinoso portal de Rashomon, fenecida ciudad. Circunstancia propicia a echar el cuento; símbolo del discurrir de la historia de los hombres, irremediable coma el aguacero. El religioso se aflige de tanta maldad vista con ojos propios: “Ahora sí perdí la fe en el alma humana”, se dice para que los otros dos escuchen. Un tercer viandante venido de no se sabe dónde también se guarece de la tormenta. Y se dedica a escuchar con insolente desapego los aciagos hechos.
Ahora que tanta irritabilidad hay en torno a los temas de género y el feminismo es tenaz militancia, puede ser una experiencia muy ilustrativa revisitar el clásico; una tragedia enmarcada en el inflexible patriarcado japonés, imantada toda por la mujer.
¡Un thriller en tiempos del samurai!, dirá el crítico que descubre el agua tibia. No hay duda del influjo que Rashomon tiene sobre el género detectivesco desde entonces. La industria americana, ¡cómo no!, la versionó en el código del western. Está establecida la influencia del realizador japonés sobre este otro género también.

Pero en el fondo, cabe decir si no, se trata de una tragedia de aroma budista. En el original de Akutagawa la trama fragmentada es enunciada por cada testigo del supuesto asesinato del samurái. La forma narrativa se respeta en la adaptación al cine, pero con flashbacks a la escena del crimen y una estrategia analéptica más libre, valida de la sintaxis de montaje única de Kurosawa.
El principio de suspense sobre el cómo y el qué del crimen se mantiene moroso y tenso a la vez; el espectador en vilo. Pero al cerrar la unidad de acción la tragedia, como la forma de Sófocles, queda suspendida a la verdad última, la de lo divino inalcanzable, o en este caso, la fe viva del hombre común.
¿Cuál el motivo del desafuero? “¿Si no hubiese sido por el viento no lo habría matado?”, dice al pausar la sorna, el criminal Tajomaru. En la versión de éste y en la del difunto samurai, que comparece en el juicio gracias a las mañas de una médium –ya quisieran jueces y fiscales del mundo llamado realidad— las causas tienen que ver más con el honor viril que con evasión de culpas. Una mentalidad de hombres en la que la esposa del samurái queda, si ha de haber víctima, como la única y para quien no hay justicia ni redención.

Sigue lloviendo bajo el alero de Rashomon tras un desenlace que deja intacto el misterio, cuando interviene el azar, un milagro acaso: el llanto de un niño abandonado en esa ruina librada a los muertos. El monje lo toma en sus brazos para protegerlo del desconocido, que no se la piensa para despojar al pequeño de su kimono, probable mercancía en el mercado de la miseria. El leñador pide sumarlo a su numerosa prole. Es la esperanza, pese a que como dice el campesino: “Es imposible no sospechar de otro luego de un día como éste”. El monje responde: “Ahora vuelvo a tener fe en el hombre”.
En un mundo como el de ahora en que la estrategia Rashomon deviene ese “efecto” que se desvanece luego de provocar tanto ruido, tal vez acontezca la redención, en un rincón tan insospechado como la luctuosa ruina de una ciudad, de tantas ciudades.