De cómo el cine cambió el significado de un cochecito de bebé
Cada vez que aparece en la pantalla de cine, el espectador ya está suficientemente preparado para adivinar que se acerca el peligro

Desde que Stanley Kubrick eligiera el arpegio inicial de Also Sprach Zarathustra de Richard Strauss, su evolución al repetirse hacia el portentoso tutti que culmina el introito, para preludiar la elipsis más contundente de la historia del cine, y fundir en el atemperado vals de otro Strauss, Johan, el Danubio Azul, los compases del poema sinfónico de Richard han sido objeto de abusivas intenciones que van desde la publicidad hasta versiones rock –y la excepción, la espectacular versión salsa de Tito Puente–. El acorde en Do mayor tan del gusto de las multitudes, tal vez, a la luz de los teóricos de Frankfurt, se ha banalizado hasta la parodia. Su impacto inicial desmaya en la falta de imaginación de quienes lo siguen explotando. No aplican a la música lucubraciones semiológicas, puesto que es arte de la emoción pura que precede a la articulación lingüística. Pero, no poco contribuyó la elección de la partitura por parte del realizador de 2001: Odisea Espacial (1968) al enriquecimiento de la significación de un hueso, el hueso de un animal prehistórico, la primera herramienta del hombre, que le sirvió para matar por primera vez; el hueso que el homínido en la secuencia de marras lanza rugiente al cielo para por corte directo y con perfecta continuidad de movimiento, transmutar en una estación espacial: millones de años transcurren en la fracción de segundo del tiempo cinemático.
A Kubrick se le deba también, tal vez, que la Sinfonía Novena (Coral) de Ludwig van Beethoven ya no sea escuchada con los mismos oídos de la asombrada audiencia de su estreno en 1824. En su cinta la Naranja Mecánica (1971), la obra cumbre y más reveladora del romanticismo musical torna dramáticamente siniestra; una verdadera inversión de los valores supremos del Occidente moderno –no en balde, el movimiento coral se ha vulgarizado como “Canto a la Alegría”, himno de la Unión Europea–. Estas operaciones de transmutación de significaciones son obviamente más precisas en el campo de la semiótica cinematográfica. Ningún lenguaje artístico ha enriquecido, condicionado y determinado el imaginario colectivo desde su creación y evolución recientes en el arco de la historia de la cultura.

Ya sabemos que el hueso de un animal tiene muchas significaciones, más la añadida por Kubrick: es el precursor de todo artefacto ideado para la exploración y conquista del cosmos, sin desestimar que fue la primer instrumento homicida. El cine no derriba íconos, los reinventa.
Un coche de bebé dejó de ser simplemente eso, después de la prodigiosa secuencia de las Escalinatas de Odessa en el Acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein (1925). Alcanzada por la bala del represor en medio de la manifestación popular que saluda al acorazado amotinado en el puerto ruso, la madre moribunda suelta el coche en el que viaja el inocente vástago. A partir de ese instante, por diversos intercortes, se asiste a la caída escalón por escalón del coche con el indefenso ocupante. La metáfora es poderosísima: ahí va un bebé que ha quedado a su suerte, huérfano; pero es más, es el futuro inasible e indetenible y tan vulnerable como toda quimera de transformación social; es la infancia siempre acosada, el porvenir amenazado. En fin, la lectura sémica es inagotable en una metáfora tan resistente al tiempo, al punto de que no pocos directores la tributan. Cada vez que aparece un coche de bebé en la pantalla de cine, el espectador ya está suficientemente preparado para adivinar que se acerca una peligrosa peripecia. No se diga el magistral slow motion en la escalera de una estación de tren de los años 20 en Los Intocables de Brian de Palma (1987) en la que el director deja ver su sello como experto en dilatar al extremo el suspenso. El solo plano del cochecito que sale de la oficina bancaria que pronto será asaltada en A Dog Day Afternoon de Sidney Lumet (1987) prepara la desgraciada acción que sigue.

Una cuna dejó de ser simplemente el lugar de los sueños iniciales después de El bebé de Rosemary de Roman Polanski –cabe apuntar el precedente de Intolerancia de D.W. Griffith (1916)–. Una caseta de telefonía pública, cuando en ella ingresa el protagonista desesperado de algún drama cinematográfico, trae la pregunta de si será golpeado el aparato rabiosamente con la bocina. Es lugar común que James Conway (Robert De Niro) lleva a la hipérbole en Goodfellas de Martin Scorsese (1990). No conforme, Conway destroza el teléfono para luego derribar a patadas la cabina toda. Luego, los teléfonos públicos están para ser destruidos. De ahí que antes de la aparición de la telefonía móvil, uno se viera en un apuro ante sucesivos teléfonos públicos irremediablemente inservibles.
Una ducha es lugar ya no de nuestras íntimas abluciones, sino rincón amenazante y fatal después de la edición de 50 planos para tres minutos de tiempo cinematográfico de Psycho de Alfred Hitchcock (1960). Y así, el payaso de Stephen King, desprestigió al gremio para siempre; el cine de terror puede convertir una caja de música en algo fatídico. Todo lo que abarca la angulación del lente cinematográfico entraña significación y ningún objeto que la habite es casual.