Del Tino al Tango
Este texto se gestó en el Taller de Crónica periodística que ofreció Alberto Salcedo Ramos en Buenos Aires, agosto, 2017. Él se encargó de editar y guiar el proceso de redacción

Tino no habla, recita; no anda, baila. Cuando escucha las primeras notas del ritmo porteño y divisa una posible compañera de baile, poco importa que se encuentren en plena calle; poco importa que ella no tenga idea de cuáles son los pasos de esa danza. Él no se percata del dolor de rodilla que lo aqueja desde hace meses, tampoco del ardor de sus juanetes o del frío intenso que se cuela entre las ropas; sus ansias se desbordan y obliga a la joven a concretar la escena: juntos bailan un tango.
Su ímpetu es solo la consecuencia de una vida rodeada de música y también de una pasión desenfrenada. “Yo no vivo del tango, yo vivo para el tango”, dice ahora, a sus 81 años. De él, del tango, se prendió cuando era tan solo un niño: lo cantó y lo apreció como un aficionado en casa, pero más adelante, mucho más adelante, lo asumió como forma de vida.
Muestra de ello son los versos que adornan su hablar, extractos de las canciones de exponentes de la talla de Carlos Gardel. Esas tonadas resuenan durante el día en Caminito, uno de los callejones más icónicos de La Boca, en Buenos Aires.
Allí, hoy, el bandoneón de un viejo músico se escucha proveniente de las entrañas de un antiguo conventillo y a Tino eso le basta para acudir tras la pista sonora. Tararea la melodía, acelera impaciente el paso, y cuando cree que es el momento justo, toma de la mano a una observadora desprevenida y la lleva a mover los pies, las piernas y el alma.

Ocho décadas no son nada cuando el ímpetu por sacudirse ordena, cuando la vida ha sido plácida y alegre, cuando el sol se esconde despacio y los pies dominan. Suena el aplauso y los pómulos marcados le dibujan una apacible sonrisa al protagonista. Esa lo acompaña a menudo. Además, unos lentes recubren sus ojos castaños. Lleva un abrigo y una bufanda. Un sombrero negro, de tanguero, cubre su calvicie y lo identifica físicamente como un característico personaje de la zona. No es un accesorio ocasional, lo luce siempre.
Por esas calles los espectáculos de tango en vivo abundan durante épocas turísticas y, en los coloridos locales a las afueras de los conventillos, se intercalan las históricas melodías con las canciones de moda. La tradición se extiende también hasta el barrio contiguo, San Telmo, pero los rostros foráneos de quienes, con una indumentaria típica, practican los bailes en tarimas de restaurantes, cafés y vías, generan en algunos ciertas sospechas ¿Serán porteños? ¿Serán realmente bailarines?
Tino canturrea las canciones que más disfruta y recuerda que el verano pasado, cuando el clima le permitió hacerlo, bailó en muchos de esos entablados. Valga decir, compartió tarima con esos jovencitos que hoy mueven sus cuerpos ante la mirada curiosa de los turistas. Las muchachas retan al frío con sus atrevidos trajes, negros y rojos, los chicos practican técnicas de seducción con las gringas que los ven embobadas. Los suelos gastados solo respiran dos minutos entre canción y canción. Esos mismos tablados han sido pisados por centenares de danzantes, colombianos, venezolanos, italianos y también argentinos. A pesar de los años y de la globalización, aún guardan un vestigio de lo más tradicional del baile típico de la capital de la Argentina: la gran mayoría se dedica al baile profesionalmente y resuelve un ingreso extra con las propinas que conseguirá.
En uno de esos locales, con el frío del invierno latente y con un chocolate en frente, el bailarín empieza a contar:
— Me llamo Nicolás Justino Díaz, por eso me dicen Tino. Nací en Ciudadella, Provincia de Buenos Aires en 1936, justo el año en el que hicieron el obelisco. Mi infancia fue como todas. Era normal para la época tener muchos hermanos. Nosotros éramos nueve e íbamos a la escuela en la capital.
Los seis varones y las tres hembras, en vez de salir a jugar a la calle como el resto de los niños de la zona, se quedaban en casa. Con paredes de madera, en un amplio terreno, los padres que trabajaban en fábricas lograron erguir una vivienda para la gran familia. Los niños y adolescentes hacían con sus propias manos los juguetes e instrumentos que utilizaban después para disfrutar. Estos últimos los sonaban para acompañar sus cantos y rimas. El tango se escuchó en la casa de los Díaz desde siempre y, como si lo tuvieran en el ADN, siete de los hermanos escogieron precisamente la música como carrera u oficio.
Él -Tino- memorizaba letras y cantaba. No bailaba.
–Mi hermana menor y yo somos los únicos que no aprendimos formalmente música. La mayor llegó a ser profesora de guitarra; el que sigue, tocó violín muchos años; el otro tocaba bandoneón; el que sigue violín y, el otro, también violín. Más abajo, viene mi hermano que murió hace poco. A su 50 años nos dijo: “Voy a aprender música” y mis hermanos extrañados le preguntaron “¿ahora?”. Lo decían como si fuera muy tarde, demasiado tarde. Yo a veces pienso que si hubiese sabido antes el talento que tenía, quizá hubiese sido un famoso pianista. Tenía un oído bárbaro.
Tino tiene la férrea convicción de que nunca es tarde para emprender nuevas metas. A sus cincuenta y siete años tomó la decisión de aprender a bailar tango y más adelante quiso recibir clases de Tae Kwon Do. Años más tarde, como por sortear al destino, se convirtió en profesor de danza y obtuvo el cinturón negro de artes marciales.
Pero allí, en su casita de la provincia, en el año en el que Juan Domingo Perón se convertía en el primer presidente electo a través del sufragio universal en la Argentina, Tino recitaba letras de tango en familia mientras gestaba otro sueño: ser artista de circo.
Lo que parecía un juego de niños se convirtió en una ininterrumpida carrera como acróbata cirquero. Hasta los 58 años Nicolás Justino fue parte de espectáculos de entretenimiento bajo carpas coloridas en todo el continente. Eso sí, siempre aclara con simpatía:
–Trabajé en el circo y trabajé de payaso… pero nunca trabajé de payaso en el circo.
Lo de él eran las ruedas. Se especializó en hacer acrobacias en bicicleta. Las manejaba de todos los tamaños y formas. También triciclo, monociclo o cualquiera de sus variables.
— Debuté en un circo grande en ese tiempo, el de los hermanos Stefanovich. Se llamaba Circo Buffalo Bill. Eso fue por el año 55 o 56. Después me tocó el servicio militar en el 57, los norteamericanos se van y vuelven en el 58, justo cuando yo finalizaba el servicio.
Una risa franca interrumpe la historia y, después, un silencio. Tino habla desenfrenadamente y muy rápido. A veces da la sensación de que la dentadura postiza no puede llevarle el paso y corre el riesgo de salirse. Cuando empieza a recitar alguna letra, cuando interrumpe su relato con una rima, solo vale la pregunta: “¿y esa canción cuál es?”.
—Hay un tango para cada cosa y una cosa para cada tango—responde, confiado. Fue una enseñanza que compartió con su madre cuando aún era adolescente y que lo mantiene como mandamiento de vida.
***
Con los ojos expectantes, Tino mira a su alrededor y evalúa entre los presentes si hay alguna dama sin compañía masculina dispuesta a entrar en la pista. Teme al rechazo, pero no se agobia. Dice que, en el peor de los casos, disimulará la negativa caminando hacia el baño y volverá repotenciado. La edad, el peso, la estatura, el vestuario o los rasgos físicos de los prospectos, poco importan.
Son cerca de las 10 de la noche y, de forma cortés, el hombre se acerca a la mesa de una primera mujer para invitarla al ruedo. Ella luce el cabello corto con mechas rubias y viste de negro de pies a cabeza. Tiene una blusa de algodón y un pantalón elástico que no esconde, en lo absoluto, la voluptuosidad de su trasero. Sus zapatos de tacón brillan. Se encuentran en el Salón Maracaibo, en la calle Maipú, en el centro de Buenos Aires, donde antiguamente estaba ubicado el famoso local de baile y canto de tango Marabú. El centenar de mesas vacías se llena poco a poco.

Tino le sonríe a la cuarentona como despreocupado, intercambian palabras y en pocos minutos se encuentran sobre el piso de madera que funciona como pista. La luz, de tonalidades rojizas, se esparce por el salón, y los reflectores bailan también al ritmo de la milonga. El señor, con elegancia, extiende su brazo izquierdo a un costado y espera la mano de su compañera. Las puntas de los dedos de la mano contraria las posa en la espalda céntrica de ella. Es así como logrará guiarla cuando ambos se dispongan a danzar.
Son más de 10 centímetros los que separan sus frentes. El metro 62 de la anatomía de Tino apenas alcanza hasta la nariz de su pareja de baile. Él no se ve preocupado por ello. Minutos después recuerda aquella escena caricaturesca vivida hace años. Fue cuando bailó con una mujer muy alta por primera vez y perdió la vergüenza.
—No vamos a poder bailar— dijo en su momento, sentada todavía, la invitada
—Pero ¿por qué? – respondió él con sorpresa
—Porque soy muy grande — sentenció ella
Pero la insistencia del maestro, la sugerente frase “Si vos querés bailar, no tengo problema alguno”, destrabó la situación.
—Ella me engañó—dice ahora Tino – No era muy grande. Era recontra grande
Cuando eso ocurrió, como si el foco de luz sólo los apuntara a ellos, como si fueran los únicos bailarines del local, un centenar de miradas siguieron sus pasos.
–La gente no se lo creía. Les parecía extraño que un chiquito como yo, no solo bailara con ella, sino que la llevara y la dominara tan bien “¿Cómo lo hace?”, se preguntaban—dice ahora, sin esconder su orgullo.
En el salón Maracaibo ya son cuatro las mujeres que han pasado por las manos de Tino. Con cada una bailó, al menos, una pieza de principio a fin. Galante, las invitó a entrar por un costado de la pista y como si una órbita guiara los pasos de las parejas, recorrió el rectángulo una y otra vez. Cuando se sienta en la mesa por última vez, no pierde la oportunidad de compartir sus conocimientos:
–El pie no se pone en punta, hace una especie de aterrizaje. Aterriza sobre el suelo ¿Entendés? — y de esta forma recuerda su faceta de maestro.
Este viernes debía dar clase a dos de sus alumnas pero ambas le cancelaron. No le pesa al maestro eso, tiene entonces la noche libre para ir a bailar por su cuenta. De su billetera saca una de sus tarjetas de presentación y la entrega. “Bailemos con Tino Tango y sus percatas” se lee en ella.
***
Juana provenía de una familia de cirqueros. Su madre y su padre, peruana y chileno, se conocieron también en una carpa, y la pequeña nació en plena gira por Paraguay. Se crió y se formó en ese contexto y, para cuando Tino la conoció, era la hermana de la “señora” del dueño de uno de los circos más grandes de la Argentina.
–A ella ya la había visto hacer un número de cama elástica. Ahí, en un escenario 15 metros por 10 en plena plaza, ella llevaba el show de piso. Tenía ese número con el hermano y el esposo – recuerda Nicolás. No fue amor a primera vista. Años más tarde, cuando Tino trabajaba en Mar de Plata, le llegó la oportunidad en el mismo circo de Juana. Para ese momento ya ella se había divorciado.
–Yo llego acá, me había contratado su cuñado y entonces, la veo. Nos enamoramos. De allá hasta acá pasaron 53 años—dice visiblemente emocionado.

–Llegamos a juntarnos 53 años – reitera– eso, sin casarnos, y realmente es un orgullo para mí ¿sabés por qué? Porque mucha gente que se casa va a pedirle permiso a un tipo que está ahí en un mostrador, que se dice llamar juez, ese que da permiso para que una pareja viva junta y eso lo usan para figurar. Después, van a la Iglesia y juran ante Dios “hasta que la muerte nos separe”, pero no cumplen. Pasan siete, ocho y hasta diez años y ¿qué pasa? Se separan ¿se olvidan que juraron? Yo no juré nada, ella tampoco y no nos separamos hasta que la muerte nos separó ¿entendés?
Las lágrimas brotan tras sus lentes. Pronto se cumplirán cinco meses desde que la artrosis se la arrebató. Luego de eso, cuando alguien llama al teléfono de casa y nadie atiende, la contestadora replica a un Tino muy afinado que canta:
No llores, no muchacha, la gente está mirando
bailemos este tango, el tango del adiós…
así entre mis brazos, mirándote a los ojos
yo quiero despedirme sin llanto y sin dolor…
La vida caprichosa nos puso frente a frente
prendiendo en nuestro pecho la hoguera de un querer,
mas hoy, la misma vida nos manda a separarnos
el sueño de querernos, ya ves, no puede ser…
No se casaron, no tuvieron hijos, pero sí bailaron. Bailaron mucho.
***
Juan Carlos Copes es, quizá, el bailarín y coreógrafo de tango más famoso de la Argentina. Ha sido impulsor del género y uno de los responsables de la propagación internacional de esa danza. Ha participado en siete largometrajes y el último, Tango, contó con un extra especial.
–En la película hice de alumno de Copes. Aquí todavía guardo el cheque que me dieron por mi participación –relata Tino. El film, dirigido por Carlos Saura en 1998, estuvo nominado a la Mejor película de habla no inglesa en los Premios Oscar y obtuvo varios reconocimientos internacionales.

Llegar allí fue cosa del destino. Para el momento del casting, Nicolás veía clases con el maestro Copes en la Universidad del Tango. Fueron, en total, 10 años los que pasó en la academia del reconocido bailarín. A él, después de tanto tiempo, lo califica como un hombre sencillo, humilde y aunque Tino no es de los que elogia en demasía, aprovecha para complementar:
—Copes es de lo más grande que hay acá—continúa —Ser alumno de él fue un gran lujo.
Lo que se sabe de este emblema argentino es que en la actualidad vive sus últimos años de retiro sumido en una depresión a causa de una enfermedad. Sobre la ruina de esta gran figura, Tino prefiere no hablar. Es un hombre positivo y le espanta la desgracia, venga de donde venga.
Se ubica, entonces, en un recuerdo lindo. El de sus inicios en el baile.
Desde adentro, como si algo lo aprisionara, Tino notaba una inquietud que no puede describir hoy con palabras. Era como un antojo, como unas ansias de moverse, de moverse más. Cuando escuchaba o entonaba alguna canción de tango, cuando veía a Juana bailar en algún escenario, una emoción lo agitaba y una tarde de la primavera de 1990 entendió lo que le sucedía.
—Empecé a bailarlo y, sin darme cuenta, ya lo tenía muy metido adentro y eso vale mucho para lo que uno haga.
Ese día debutó en una pista de tango amateur. Hacía pocos meses había culminado su carrera de acróbata y se había incorporado a las clases de baile con algunos amigos de La Boca. Su esbelto y atlético cuerpo no necesitó demasiadas sesiones para captar los ocho pasos clásicos que dan vida al tango. Presentarse ante un público, así sea íntimo, le significó la respuesta que anhelaba: ahí era donde debía siempre estar.
En menos de un año ya compartía tarimas con su enamorada y con otras bailarinas de mayor experiencia y trayectoria. Muchas noches iban a las milongas, como las de Marabú, a danzar hasta que el cuerpo aguantara, y también participaba en shows en bares, restaurantes y cafés. Era, sin duda, una buena vida después del retiro.
–El tango es la música mía – dice ahora firme.
Lo dice porque cuando no lo baila, lo canta y cuando no lo canta, lo escribe. Es más, cuando no lo escribe, lo piensa y es por eso que durante la conversación se detiene por momentos para recordar alguna estrofa que complemente la idea que desea desarrollar.
–El tango, en el momento que se baila abrazado, es lo más parecido al amor. Son dos cuerpos que se van desarrollando, van para un lado, para el otro y van juntos – reflexiona Tino luego de beber dos copas y media de vino tinto. El recuerdo de Juana le ha arrugado el corazón y le invita a retomar un tema pendiente: el de las letras de las canciones.
Ha escrito varias e incluso ha buscado la forma de musicalizarlas, aún sin conocer el lenguaje de las notas y partituras. Durante largos años participó en una publicación trimestral vecinal llamada Revista Lunfa. Allí salían impresos sus versos y después, en las reuniones grupales, los cantaba. Era siempre de los primeros en tomar el micrófono. Esta noche no hay gran aparataje pero no aguanta y recita con actitud su canción Tango.
–Este es con la música de La cumparsita—aclara antes de empezar:
El tango es un sentimiento
que yo lo saco de adentro
con toda la fuerza mía.
Y en la dulce melodía
de la Raval para el centro
lo bailo en la tapia mía.
(…)
Cada cual con su destino
y yo con mis alegrías
a mí me dicen Don Tino
y mi apellido es Díaz.
Completar una canción de memoria se ha vuelto difícil para Tino. Por eso ha dejado los shows en vivo y prefiere dar clases de baile, cosa que no precisa de grandes esfuerzos cognitivos. Sobre la primera vez que escribió una letra recuerda:
— Un día estaba escuchando un tango con mi hermano y yo pienso ¿cómo un autor puede escribir una canción hablando mal de una mujer? Eso me crea un compromiso y digo: “voy a agarrar la música y le voy a poner la letra mía”
–En ese tiempo los tangos nacieron de los prostíbulos, de las mujeres de la vida y ¿qué iban a decir? Eran sobre esas mujeres, pero a mí eso me desagrada – continúa Nicolás y entonces, como molesto, recita la primera estrofa de la mil veces cantada por Gardel Esclavas blancas:
Almitas torturadas,
pobres esclavas blancas del tango y la milonga.
Mujeres infecundas,
¡autómatas del vicio, sin alma y sin amor!…
–Yo la escuché y dije: “Voy a hacer una letra mía que ponga en su sitio a las mujeres” y así lo hice. El título es Diosas maravillosas y dice así:
Deseadas y adoradas
dulces palomas blancas que pinta la milonga
Son siempre idolatradas
que componen el mundo con alma y con amor
Tino se seca las lágrimas y se excusa diciendo que cantar con el corazón lo hace emocionarse así y después explica que el canto “como todo el arte manifiesta” tiene que expresarse desde adentro.
— Porque el cuerpo habla y si el cuerpo no tiene nada adentro, si no siente nada ¿qué va a sacar?
Por eso, cuando Tino cantaba El viejo ciego, de Roberto Goyeneche, primero su hermana y después su Juana, lloraban y lloraban.
–Yo, cuando voy a cantar esta otra me digo: “haz de cuenta que te ponés un baño de aceite. No lo profundicés tanto, Tino, porque como vos lo sentís, te puede hacer mal”
–Acá en La Boca lo cantaba Julio Sosa, lo cantaba muy bien, pero como que no lo hacía como yo, no lo sentía como yo. Yo vibro y yo siento, yo muestro lo que estoy cantando, yo estoy ahí. Entonces, que diga el público qué le parece. Son cosas que pienso Dios regala. Por ejemplo, te voy a cantar un pedacito de este tango que se llama Dios te salve mijo:
El pueblito estaba lleno, de personas forasteras,
Los caudillos desplegaban lo más rudo de su acción,
Arengando a los paisanos a ganar las elecciones
Por la plata, por el voto, por la tumba o el facón.
Y al instante que cruzaban desfilando los contrarios
Un paisano gritó ¡viva! Y al caudillo mencionó;
Y los otros respondieron, sepultando sus puñales
En el cuerpo valeroso del paisano que gritó.
(…)
A las doce de la noche, llegó el viejo a su ranchito
Y con mucho disimulo a la vieja acarició:
Y le dijo tiernamente: Su cachorro se ha ido lejos,
Se arregló con una tropa; ¡le di el poncho y me dejó!
Y ahora vieja, por las dudas, como el viaje es algo largo
Préndale unas cuantas velas, por si acaso nada más,
Arrodíllese le reza… Pa’ que dios no lo abandone…
Y suplique por las almas… Que precisan luz y paz
–Y ahí me desparramo en el suelo – dice entre lágrimas.
–Es una cosa muy fuerte y por eso yo vivo lo que yo siento… por eso me pongo a llorar. Con el tango, uno se puede jorobar el corazón.
