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Designated Survivor: política y ficción

Kiefer Sutherland produce la serie en la que encarna un personaje improbable en la política real: el gobernante que nunca quiso serlo

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Líbrese la imaginación al albur no tan improbable de que un ataque terrorista tan devastador como el de 11 de setiembre haga blanco bajo la cúpula del capitolio en Washington, justo cuando el Presidente da inicio a la comparecencia anual conocida como el Estado de la Unión. De un solo fogonazo sería eliminado todo el estamento de la nación más poderosa del mundo. Horror para Occidente; fantasía de sus crueles enemigos. Esto acontece ahora mismo…en la tele, es el plot de una serie muy visitada: Designated Survivor.

Cuando piezas de entretenimiento para audiencias amplias, como es el caso de las series de TV, representan la realidad histórica debe establecerse un pacto muy diáfano. Ese pacto es asunto de los creadores y profesionales de la industria del entretenimiento y debe de ser lo más convincente ante el público, al que nadie debería aspirar a engañar.

Tal como enseña el crítico inglés del siglo XVIII, Samuel Johnson a partir de la dramaturgia de Shakespeare: “Las imitaciones producen dolor o placer, no porque las confundamos con realidades sino porque traen a la mente realidades”. Otro gran crítico, Harold Bloom retoma este enunciado en el siglo XX para argumentar que Shakespeare inaugura su propia mímesis en la era isabelina, arraigada desde luego en la anunciada por Platón y diagnosticada por Aristóteles en el drama ático clásico en el siglo IV a. C.

Una de las formas en principio literarias para aprehender eso incierto que es la realidad histórica y darle certeza de ficción es la ucronía o narración alternativa.  Imaginar cuáles acontecimientos en caso de que hubiese ocurrido uno que no tuvo lugar o podría suceder en la actualidad en curso es una forma de traer a la mente del espectador la realidad, modo que la viva con intensidad más real. Nada acontece realmente sino en la emoción de cada quien.

La cadena ABC airea desde hace unos dos años, una serie que remonta largo una segunda temporada: Designated Survivor (Sucesor designado). El primer capítulo presenta al protagonista Tom Kirkman, interpretado por Kiefer Sutherland, en una especie de limbo, una oficina gubernamental, en la que el secretario de una cartera poco apetecible para los políticos de raza, aguarda en sudaderas y jeans no se sabe qué, junto a su esposa Alex (Natacha McElhone).

Y ocurre lo indeseable, sobre todo, para nuestro protagonista: una llamarada unánime en la noche se alza sobre el Capitolio, allá al fondo al través de la ventana. Difícilmente los ocupantes de la ocasión, las mujeres y los hombres con mayor poder en los Estados Unidos, quedan con vida. Kirkman vive así la anagnórisis del destino que lo espera y nunca habría elegido para él: ser el Presidente de su país.

El capítulo inicia con un plano de establecimiento del centro del poder en Washington que sirve de fondo al texto explicativo:

“En la noche del Estado de la Unión, un miembro del gabinete es seleccionado para permanecer lejos de tal ceremonia, en un lugar no revelado. Esto se hace para asegurar la continuidad del gobierno ante la eventualidad de que un ataque catastrófico elimine a todos los miembros de gabinete en la línea de sucesión. Es lo que se conoce como ‘El sucesor designado’”

La prensa de ese país ha documentado oportunamente la existencia real de tal mecanismo de seguridad en el seno del gobierno, por lo que sería redundante un comentario adicional.

El protagonista es presentado en el flash back de los primeros minutos con esmero suficiente para representar el arquetipo que se le asigna: de entre los que proponen Jordi Balló y Xavier Pérez en su libro imprescindible para los escritores de cine y TV, La semilla inmortal (Anagrama, 2006), tal vez calce el del “intruso benefactor”. ¿Cuál es el gobernante más deseable; el que actuará alejado de todo interés individual o de grupos? Aquel out sider que nunca deseó el poder, algo bastante improbable en la llamada realpolitik; esa improbabilidad, la fábula de la serie creada por David Guggenheim.

Al hombre elegido se le da una versión engañosa: el Presidente no lo quiere más al frente de la secretaría de Vivienda y Desarrollo, pese a los encomiables esfuerzos de este arquitecto a quien sacaron de la vida más o menos apacible del campus académico para sentarse en el gabinete presidencial, donde suele ser el convidado de palo. Luego, sin entrar en detalle –al menos no para la audiencia—se le informa que será el misterioso sucesor designado, misión de la que Kirkman en su vida había oído hablar.

Todavía en shock a bordo del auto blindado que a toda velocidad lo conduce a destino desconocido, se confirma lo temido: ni el Presidente, ni los miembros del gabinete sobrevivieron al ataque. El oficial de servicios secretos a cargo de la custodia del ingenuo tecnócrata le hace el anuncio: “Señor, usted es el nuevo presidente de los Estados Unidos”.

A partir de ahí el drama, alimentado por la inagotable teoría de la conspiración –esa popular para-ficción, folklor digital– se pone en marcha a lo largo de sucesivos capítulos que ya rindieron una primera temporada y están por concluir una segunda.

 

 

La representación, la mímesis shakespeariana, es el recurso del creador de ficción para representar el drama humano más allá de la historia. No tiene sentido hacer pleonasmo de las disciplinas del periodismo y las ciencias sociales para explicar y arrojar conclusiones que no admite la ficción. Quienes se complacen en producir una pieza de ficción con el solo propósito de competir con el periodismo, incurren en la reproducción estéril de, si es el caso, esos acontecimientos de la cultura del escándalo.

La historia cuando es representada a través de la fábula y la tekné trata más bien de arribar a preguntas de largo alcance sobre los temas de la actualidad histórica; o también, sobre el documento pretérito. La serie de TV reseñada –a la que se accede a través de la plataforma Netflix–, se trama a los temas cruciales del ethos estadounidense: la fobia al aumento de la inmigración y, en consecuencia, de la población en situación irregular, en general, a las nuevas minorías; el declive de la calidad de la educación ante el advenimiento de la era digital; por supuesto, el terrorismo, el mayor fantasma de esa sociedad, sin dejar de lado el imperativo control de armas y ese nudo gordiano que es la segunda enmienda.