El desorden de los cuerpos
El crítico y profesor dedicó un espacio para hablar sobre "Gemelas" de Juan Carlos Chirinos

Animales exóticos recorren las calles de Madrid en vísperas del estío. Los vecinos denuncian el hecho ante las autoridades municipales, tanto más luego de que un león mata a una chica en un parque. Decenas de bestias han colonizado la ciudad: gacelas, elefantes, aves; muchas aves. Todo parece indicar que se trata de una cuestionable práctica: a principios de junio los matritenses suelen abandonar sus mascotas pues no pueden llevarlas con ellos a los sitios de veraneo ni tienen quien las cuide (o no desean pagar los costes de ese servicio). Prefieren echar a la avenida al guacamayo comprado en un rapto de esnobismo o al extravagante chimpancé traído de África. Este es el escenario con el que se abre Gemelas (Caracas, El Estilete, 2016), de Juan Carlos Chirinos, una novela de suspense con trazas de policial que pronto deriva hacia otros territorios.
Publicada originalmente en 2013 por Casa de Cartón Editores (Madrid), Gemelas arranca con efectismo: dos muertes drásticas abren y cierran el primer capítulo, la ya mencionada como consecuencia del ataque mortal de un felino a una mujer y el suicidio de la periodista que introduce, en una rueda de prensa, la posibilidad de que la presencia de los brutos sea producto de extraños y dolosos manejos. Ambos decesos activan el misterio e incorporan el esquema policíaco a través del inspector Bermejo, curioso detective que basa sus pesquisas en corazonadas aprendidas en cuatro libros: tres títulos del género negro y un texto de autoayuda, y no en serios métodos periciales. No obstante su heterodoxo procedimiento, el hombre resuelve el caso. ¿Pero qué investiga?
A Bermejo se le comisiona hacer el censo de animales descarriados y, al mismo tiempo, realizar los trámites para que el suicidio de Susana (la periodista) ocupe su sitio en el correspondiente archivo de defunciones, sobre todo después de toparse con un raro mensaje en uno de los bolsillos del pantalón de la chica. Sin embargo, dos sucesos en apariencia desligados de inmediato se entrelazan en virtud de una tercera muerte: la de Diego (amigo culturista de la suicida), que luego de visitar a Cristina (viuda de Susana) es hallado sin vida en su auto justo en la misma plaza donde acabó la periodista. Ese tercer occiso –no será el último– pone al agente tras las causas de la silvestre invasión y conduce la historia a realidades no verbalizadas que, en esencia, constituyen el sentido real de la obra: la tiranía de las pulsiones sexuales y, por añadidura, lo básico de nuestro comportamiento.
Así pues, lo que al inicio parece un simple esquema de suspenso (animales salvajes cohabitando en una primerísima ciudad europea) entreverado con una trama policial en torno de los culpables de aquella situación (los malos ciudadanos que se deshacen de sus perros o tigres), se transforma en un descubrimiento salaz: el de los tortuosos mecanismos que algunos utilizan para satisfacer sus deseos. Bermejo y Cruz (el subalterno) se van aproximando a esta certeza mediante el caricaturesco recorrido en pos de unos malhechores que trafican con especies protegidas, pero no reflexionan sobre el asunto pues lo que les interesa es cerrar el expediente y volver a sus cotidianidades.
Es decir, por debajo del argumento visible se desarrollan tensiones que atañen a contenidos simbólicos de viejo cuño: la incomunicación erótica, el cuestionamiento de las reglas morales, la culpa. Estas materias giran alrededor de la búsqueda del placer sexual: Cristina aferrada a los encantos de Susana, Bermejo detrás de las mórbidas sinuosidades de la patóloga Estíbaliz Ferrando y ésta a su vez encadenada a los movimientos juveniles de Benjamín Cruz, Susana presa de las delicias ofrecidas en el Club de Samael. Cada uno de los personajes se halla impelido por los requerimientos de sus instintos libidinales, aunque bien los disimulen. Mantenerlos ocultos provocará al menos tres de las cuatro muertes acaecidas en la pieza revelando, casi de manera alegórica, los peligros sociales que implica atender ciertas urgencias del cuerpo.
Porque se trata de algo tan común que pudiera obviarse en una rauda lectura, Gemelas exige mayor agudeza que el simple disfrute de un montaje de intriga típico en las ficciones negras. Aquí lo importante no es la medianía de un solitario inspector madrileño agobiado por la burocracia ni el dolor de una mujer que ha perdido su pareja por un inexplicable suicidio, sino los variados palimpsestos que forman las vidas de las personas (de los personajes).
La palabra palimpsesto desempeña, justamente, un rol destacado en la novela al punto de que resulta la clave para descifrar la metáfora que galvaniza el libro. Somos reescrituras, nunca la última copia que otro lee confiado en el dulce engaño producido por el amor. Apuntes de décadas se sobreponen en nuestras historias: tachas infames y vergonzosas, instantes luminosos y únicos. A nadie los contamos. O quizá a muy pocos: a aquellos envilecidos, tristes y derrotados por las veleidades del mundo. Como nosotros.
La escritura que se imprime encima de textos anteriores sirve entonces al narrador para mostrar las dobleces de los individuos: Cristina en realidad nunca conoció a Susana, nada sabía de su mezcla con numerosos cuerpos en el Club donde se refocilaba sin discriminación incluso con seres de otras especies. A decir verdad, ninguno de los personajes conoce o imagina las apetencias sicalípticas de sus esposos, novios, amantes. Solo se mira la escritura reciente, el trazo todavía húmedo impuesto en el rostro de aquellos a quienes entregamos nuestra confianza y sentimientos.
De esas duplicidades se aprovecha Samael, nombre bíblico de connotaciones diabólicas que remite de nuevo a terrenos alegóricos. Empresario de variedades, administra el cumplimiento del deseo en un escondido negocio en el que recalan con frecuencia los protagonistas. Desde cierta perspectiva moral, en aquel ambiente se cuece la perdición a la que sucumben Susana, Diego y el paródico Ezequiel Nguedó, un moreno gigante hipertrofiado de músculos y beatería cristiana. Es idea de Samael introducir animales para incrementar el goce de sus clientes y, vistas las potencialidades crematísticas de la maniobra, del tráfico de bichos exóticos superando los límites de su patente de comercio. De ese modo alimenta un mercado fraudulento que apenas escapa de sus manos crea un problema de orden público y, respecto de la estructura de la pieza, suministra el contexto en el que se puntean las acciones.
Podría señalarse que, en Gemelas, la mala lectura acarrea desagradables y terribles consecuencias en los personajes. La interpretación errática de lo leído, sí; pero también la necesidad de saciar la más primaria tarea humana: el orgasmo. Un impulso que recuerda nuestra primitiva condición y que acá vuelve a su prístina naturaleza: lo animalesco, tal como las bestias que recorren la novela. Quiero decir: el desorden animal representado en la obra es el mismo que padece el cuerpo de cualquier sujeto: el imperioso sexo haciendo de las suyas, ciego e insensato, perentorio.
Con todo, la barbarie tiende a ser recubierta por una película de cultura mediante la estrategia de ir desgajando referencias literarias en varios interlocutores o desde la omnisciencia del narrador. (Una de esas citas crea sospechas al haber sido transcrita por la suicida como mensaje final antes de lanzarse al vacío.) Asimismo, nos topamos con hábiles excursos –característicos en la narrativa de Chirinos– que enriquecen aspectos laterales de la trama.
En relación con el montaje, hay pasajes de carácter fantástico y surreales trufados en el brioso espesor realista: la visita de Bermejo al Club de Samael, el descenso de Cristina a la catacumba donde habita Amalia —la gemela, la pelota azul de esta melliza, el cachorro en el coche de niños, los sueños y entidades mitológicas confundidas con las fieras desperdigadas.
Pese a los valores apuntados, la novela se resiente en el tratamiento que hace de la culpa: no resulta verosímil, o al menos muy admisible, que una mujer tan libérrima como Susana decida acabar con su existencia porque no puede franquearse con su pareja para informarle de sus correrías en el antro de Samael; más aún cuando se ha hecho hincapié en las estrechas complicidades sexuales de ambas. Por otra parte, es cierto que la incomunicación en los matrimonios es un tópico universal; sin embargo, la respuesta ofrecida en Gemelas sobre este leitmotiv es débil y poco convincente.
Otro detalle que pudiera ser perturbador para lectores apegados a la literalidad de la anécdota es que, al cierre, no llega a saberse qué fue de las bestias salvajes en la jungla de Madrid. Es una pregunta superflua por cuanto esta es una novela sobre la humana incontinencia sexual (metafóricamente animalesca), una suerte de fábula sobre uno de nuestros instintos más elementales. De allí el culto al cuerpo y al placer y, por supuesto, el riesgo de la vida.