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Un detalle en la sintaxis

Una apreciación sobre "Luvina", cuento del escritor mexicano Juan Rulfo

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Es poco lo que se puede decir sobre «Luvina», de Juan Rulfo, sin caer en repeticiones. Los dos libros de su autor, El llano en llamas y Pedro Páramo, marcaron el trabajo literario de nuestro continente. Un rumor sobre el boom asegura que, antes de escribir Cien años de soledad, Gabriel García Márquez le dijo a Carlos Fuentes que hacía tiempo que un libro no lo impresionaba; el mexicano le prestó un volumen con las obras completas de Rulfo. No sé si la anécdota sea cierta, pero es irrefutable la impronta que dejó ese nombre no solo en García Márquez sino en la literatura latinoamericana en general.

El cuento que refiero es un caso atípico en la estética del narrador que nos ocupa. La mayoría de sus títulos se centran en un suceso y lo dejan fluir por las páginas evitando los escollos y las morosidades. En cambio, esta narración se caracteriza por su reflexividad. Mientras en los demás relatos el centro es la acción, en este encontramos la introspección: dos hombres conversan en un bar, en realidad uno relata su vida y el otro escucha, quien habla es el mayor y, por supuesto, habla desde la experiencia. Aunque se circunscriben a describir un viaje a Luvina, el tono transforma la experiencia particular en una lección general.

Al mismo tiempo, descubrimos las técnicas que recomienda el autor a todo cuentista. Hallamos un narrador fuera del relato, de talante objetivo como una cámara, que le da la palabra a uno de los personajes. Parece hablarnos, entonces, una persona de carne y hueso que ofrece su testimonio. El efecto se completa cuando escuchamos los mexicanismos que caracterizan la oralidad del hablante. Los mezcales y los sombreros de petate invaden la prosa y la revisten de veracidad.

Esa voz expone una perspectiva negativa de la existencia. Sin embargo, no se preocupa por generar juicios de valor o desarrollar un discurso ilustrativo. Al contrario, la actitud permea sus palabras y atraviesa el cuento como una presencia invisible pero imperativa. En primer lugar, la travesía hacia la lejana comarca se caracteriza por la pérdida: «Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá…». La plasticidad y la rotundidad de la experiencia le salen al paso al lector y cortan cualquier argumento. Rulfo hila más fino, nos obliga a asumir el pesimismo en el lenguaje. Las oraciones se llenan de adverbios de negación y dobles negaciones: «a mí no me cuesta ningún trabajo». Por último, el cansancio de quien cuenta nos llega en las pausas de los puntos suspensivos.

juan-rulfo
Juan Rulfo

El desgano se despliega en la estructura.«Luvina» empieza con una larga descripción de tres páginas. Aunque me parece significativo que el pueblo remate el monte «con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…», ahora me interesa destacar que, al describir, la acción se detiene, se ralentiza el desarrollo de la anécdota. Rulfo tomó la precaución de poner los detalles de la imagen en la conversación de dos personajes, así se mantiene la sensación de que la historia avanza. Sin embargo inicia con una prosa que atrasa el desarrollo. Sobre todo si consideramos que, cuando la acción se vuelve el centro, asistimos a un suceso que no se resuelve, es solo la historia de una noche intranquila. Antes de cerrar volvemos al discurso descriptivo. Las oraciones giran en torno a las costumbres vacías de los habitantes del pueblo muerto.

No tenemos que arribar a los últimos párrafos para saber que se está hablando del purgatorio, un lugar eterno de expiación. Ahora bien, la inteligencia de Rulfo, me parece, se encuentra en darle plasticidad a esa idea. Primero nos presenta un espacio donde el tránsito del tiempo desaparece y, luego, expone cómo se reiteran las mismas acciones sin efecto. Activamos una noria que busca agua en un pozo seco. Así la eternidad y el vacío son más familiares:

«Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad.»

Las estrategias narrativas nos han preparado para que aceptemos esta idea sin reticencias. La circularidad de la propuesta permea la materialidad del texto. Recordemos que hallamos un narrador dentro de otro, lo cual reafirma la continuidad entre la vejez del hablante y la juventud del oyente. Las descripciones de los primeros párrafos reinciden en ello con detalles muy sutiles: «la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera bañada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes de que llegue a caer sobre la tierra». Toda la tierra es blanca porque está hecha de esa «piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho». Siempre hace calor y el clima es seco, pero está mitigado por el viento helado y las lluvias torrenciales que llegan una vez al año.

Por si lo señalado fuera poco, recordemos que asumimos el relato como una premonición, un anuncio de lo que le ocurrirá a quien escucha, es decir, a nosotros. Reiteraremos el desasosiego que habita en Luvina. Pero hay una estrategia mucho más efectiva que graba en el lector la circularidad vacua. Ese giro de la nada invade la sintaxis. Los coloquialismos y los gestos de oralidad son un disfraz, una intención superficial. Si leemos con atención descubriremos que muchísimas oraciones dan vueltas sobre sí mismas:

«sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche»

«Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento»

«Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…»

«Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años»

«San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre»

Creo que aquí está uno de los logros más interesantes. La idea profunda del cuento se plasma en la superficie, en las frases y, con ellas, nos obliga a repetir en nuestra cabeza, una y otra vez, el mismo pensamiento con diferentes formas. Esa, tal vez, sea la maestría de Juan Rulfo.