Discurrir: un vicio compartido

Ernest Hemingway aseguraba que el cuento debía ser como un iceberg: el escritor solo debe mostrar el 20 por ciento de la historia, el resto se oculta bajo el agua y el lector se encarga de desentrañarlo. Julio Cortázar aseveraba que un buen cuento era una semilla plantada en la cabeza del lector y que, terminada la lectura, se ramifica en aspectos insospechados en un primer vistazo. En ambos juicios se confirma que el objetivo de la narrativa corta no es desplegar la anécdota, al contrario, el receptor busca reconstruirla partiendo de las pistas que se le ofrecen en escasas líneas.
El argentino agregaba una segunda parte a su teoría, posiblemente heredada de Edgar Allan Poe: el golpe final. El género confía sus fuerzas en un impacto certero que deje al lector en una pieza y sobre la silla donde lee. Utilizando una metáfora deportiva, afirmaba que el cuentista debe ganar su pelea por knock out, mientras el novelista gana por puntos. En una reflexión cercana, García Márquez asegura que una novela es como un matrimonio, se puede arreglar con el tiempo; un cuento es como el amor: si funcionó, funcionó.
Estas son las versiones más tradicionales: una anécdota que se desarrolla con la mayor economía de recursos para llegar lo más rápido posible al desenlace, que debería ser un verdadero impacto. Así ejecutaron sus relatos Hemingway y Poe, este último dándole una particular relevancia a la intensidad del efecto. En Latinoamérica, la escuela encuentra sus exponentes en narradores como Horacio Quiroga y Cortázar, entre otros.
A pesar de la solidez de la propuesta, una nueva generación de cuentistas se preocupó por otro tipo de efectos. Su postura daba preponderancia a la morosidad del relato. En cierto modo se descubrió que el trayecto era tan importante como el destino. De esta manera, cobra importancia la atmósfera que se consigue y el símbolo o la imagen desarrollada en sus líneas. Uno de los padres de esta postura es Charles Bukowski. Un ejemplar cubano es Pedro Juan Gutiérrez. Sus libros suceden título tras título sin mayores golpes. Sin embargo, cuando los cerramos queda el ambiente rondándonos en la cabeza y seguimos pensando en las palabras que se usaron y las escenas que nos presentaron. La realidad se pinta con sus matices.
El caso medio quizás sea Juan Carlos Onetti con “El infierno tan temido”. Este cuento atravesó la literatura latinoamericana gracias a que los autores del boom se obsesionaron con él, especialmente Mario Vargas Llosa. Sin lugar a dudas, se merece su puesto. La tensión del relato sigue jugando con la construcción de la historia en la mente del lector, quien se devana los sesos siguiéndole la pista a Gracia a través de las fotografías que envía a Risso para hacerle la vida imposible. Pasamos las páginas confiados en que el objetivo de su prosa es dejarnos en la abulia existencial de su protagonista, quien parece suficientemente fuerte como para tolerarla. Sin embargo, el último párrafo, la intervención de un personaje que creíamos secundario, incluso de fondo, nos ofrece un desenlace impactante pero acorde con las notas precedentes. No lo vimos venir, pero el trayecto de la solución es coherente con el desarrollo. Nos queda el ambiente y la desesperación.
Algo similar ocurre con “El inquieto anacobero” de Salvador Garmendia. El relato del barquisimetano constituye el tránsito, en Venezuela, del impacto a la atmósfera. En cierto modo, el cambio se registra en dos nombres: Garmendia y Guillermo Meneses. Sé que esta es una reducción grosera de un proceso mucho más amplio y complejo. Garmendia tiene antecedentes y el aporte de Meneses no puede reducirse a lo señalado. Pero los años que median entre “La mano junto al muro” y “El inquieto anacobero”, sirvieron para cambiar el horizonte de expectativas de los lectores de nuestro país. Los dos títulos se sostienen con objetivos disímiles. El segundo nos interesa por el gusto de la conversación de sus personajes. Aunque, sin lugar a dudas, la conversa no puede desenvolverse sin el anecdotario cómplice que nos brinda.
Lo verdaderamente interesante, aquello que nos saca del esquema tradicional para distraer nuestra atención con comentarios subidos de tono y sucesos a medio esbozar, es la prosa que reconstruye la añoranza por una época de bares, putas y música. Dos personajes se reúnen en una funeraria y recuperan los años cuando iban a los cabarets para diluir las noches con alcohol. El lector poco atento descubrirá que no ocurre mayor cosa: los hombres inician la conversación, salen de una habitación para entrar en otra, una proposición para ir al Todo París, donde hay “dos brasileras de espanto”, pero uno de los dos rechaza la invitación: “No puedo, viejo. No sé qué me pasa… Ahora no me provoca nada”.
Basta un poco de atención para desenterrar una historia más compleja. Un general se enamora de una cabaretera llamada La Tamborito que, según nos cuentan, fue Miss Panamá. Unas versiones aseguran que era preciosa, pero pronto se descubre que era pura fachada. En un arranque de celos, el militar enamorado le pega unos tiros al negrito Happy, que estaba enredándose con su amante, quien luego recibe una golpiza de la señora del uniformado, cuando los descubre en medio de una fiesta y da rienda suelta a sus celos. Por su parte, Daniel —inspirado en Daniel Santos, ícono de la música caribeña— se enamora de otra prostituta que, en su ausencia, sostiene un romance con otro que completa el triángulo amoroso. Sin embargo, cuando Daniel vuelve, ella cae rendida y se lo lleva a su habitación. El mal tercio queda molesto y empieza a formar un alboroto en el bar-prostíbulo. No pasa nada: los amantes salen desnudos y le dan su estate quieto. Al final queda triste y vacío, como la canción pero en masculino, rezongando sus penas.
Para descubrir ese tramado es necesario recordar a papá Hemingway o las ramificaciones de Cortázar. A pesar de la herencia tradicional, debemos reconocer que “El inquieto anacobero” nos interesa más por el placer de la plática que por su sustancia. En pocas palabras: el gusto por el chisme. La conexión entre las dos historias tiene que buscarse en la época en que se desarrollan, los lugares que se visitan y el juego de celos entre las trabajadoras sexuales, o en algo tan caprichoso como la vocación evocativa de los interlocutores. Con esta estrategia, Garmendia disuelve sus páginas y nos lleva a la culminación con la misma resistencia que muestran los bebedores antes de irse del bar y que se soluciona con una última ronda. La del estribo, por favor.