En un Café de Tokio (1)
Este cuento del laureado escritor Ednodio Quintero, autor de libros como " La Danza del Jaguar"," El Corazón ajeno"o "Cuentos salvajes" , es su primera colaboración para Esfera Cultural. Le dedica " En un café de Tokio" a su amigo Ulises Granados, uno de los personajes del relato.

Uno: ICHIGAYA.
En un café de Ichigaya, el “Excelsior Caffé”, similar a este en el que ahora estoy ─forman parte de la misma cadena─ sentado al atardecer de un día bochornoso del verano de 2010, en Tokio-ga, la ciudad de mis amores, escribí hace tres años en sesiones vespertinas de cuatro a seis horas, dos veces a la semana, la segunda y última parte de una novela, El hijo de Gengis Khan. Que espero publicar a fines de este año de gracia al regreso a mi país. Hoy, después de haberme quedado prácticamente encerrado en mi diminuto apartamento ―provisorio como todos los lugares que habitamos alguna vez, ubicado en un conjunto llamado “La casa de Asterión”, lo juro por Borges y el Minotauro, en Shibuya, más precisamente en Maruyama cho, rebautizado por el que esto escribe como “La colina de la deshonra”, en honor al film de Sidney Lumet protagonizado por Sean Connery, el mismo agente 007, donde abundan los así llamados love’hotels, en Maruyama cho, no en la película, según la guía que reparten gratis al comienzo de la cuesta al día de hoy existen 89―, durmiendo, leyendo a ratos, viendo los combates de sumo por televisión y revisando la traducción de un cuento de Ryunosuke Akutagawa realizada por Ryukichi Terao, mi pana nipón, hoy, digo, decidí escaparme de ese confinamiento voluntario para volver a uno de mis lugares preferidos de esta inmensa y fascinante ciudad: el distrito eléctrico de Akihabara. Y no es que me interese demasiado la electricidad ni los múltiples aparatos y artefactos eléctricos de última generación, incluyendo un sofisticado y humanizado robot que se encarga de todas las tareas domésticas, desde freír un huevo hasta dar risueños masajes a su complacida dueña, sino que junto a lo eléctrico en aquel barrio alegre y cosmopolita encontramos lo magnético, representado en el mundo del manga, el hentai y el animé, los Maid Coffee, las AV’idols, chicas góticas, cosplays y el porno soft. Conservo en mi memoria de voyeur muy gratos recuerdos de AKB, como se le dice para simplificar, pues durante mi primera estancia de un año en Tokio-ga debo haberlo frecuentado al menos una docena de veces. En varias ocasiones fatigué esas calles intercambiando impresiones y visitando los sitios más bizarros, como liceístas que intercambiaran barajitas de sus jugadores preferidos de beisbol, con mi cuate Ulises Granados, un consumado sinólogo que a su vez tenía debilidad por las paisanas de Mao Tse Tung. A Ulises lo conocí a finales del siglo pasado en una fiesta memorable en Cuernavaca y desde entonces nos une una amistad a prueba de balas. A propósito de amistades electivas, el súper campeón de todos los pesos, a pesar de sus escasos cincuenta y cinco kilos, es sin duda alguna mi alto pana Ryukichi-san, y con él visité AKB un domingo de la primavera del 2007 que nunca podré olvidar. Con la suerte para mí que ese día habían convertido la Avenida principal en peatonal, en la que se exhibían los más variopintos personajes de la fauna tokiense, músicos, payasos, cantantes, transformistas, chicas desvestidas para matar, samuráis del siglo XXI, Elvis y la Mujer Maravilla. Y en un lugar privilegiado, la esquina caliente de AKB, una encantadora AV’idol, que encarnaba la belleza secreta según el evangelio de san Yasunari Kawabata, rodeada por unos sesenta fotógrafos, jóvenes, mujeres, y candidatos a viejos verdes como yo, que la fotografiaban desde todos los ángulos posibles y con los más variados instrumentos de fotografía habidos y por haber desde una sofisticada Nikon hasta los teléfonos celulares más modestos. A esta preciosa chica, como salida del sueño de un prisionero en una celda de máxima seguridad, a la que bauticé con el nombre de Ai (¡ay, ay, ay!), que significa amor, le tomé unas setenta fotos con mi fiel Pentax, adquirida unos meses antes precisamente en una tienda de AKB. Algunas de ellas quedaron de verdad sensacionales.

Sucedió entonces que hice una selección de las mejores fotos de Ai (¡ay, ay, ay!) y se las envié en un e-mail a mi sobrina, la Tachi, allá en la ciudad de Barquisimeto, nadie se meta conmigo que yo con nadie me meto. Y la Tachi, ni corta ni perezosa, que por aquella época comenzaba sus estudios de Medicina y que se había aficionado a un invento reciente llamado Facebook, colocó las fotos de Ai (¡ay, ay, ay!) en su cuenta, con la indicación precisa de que las mismas habían sido tomadas por su orgulloso tío extraviado en las antípodas. Todas las fotos eran cerradas, pues habían sido hechas con una lente de 200 mm, y en ellas sólo aparecía Ai (¡ay, ay, ay!) con su dulce sonrisa, su piel de pétalos de rosa y sus muslos deliciosos. Y sin que nadie lo hubiese siquiera imaginado sucedió lo inesperado, pues siempre sucede lo inesperado. Las fotos de marras llegaron a manos, es decir a los ojos ardientes de celos de una novia mía que se había asentado desde el año pasado en París, oh, là là, donde cursaba estudios de gastronomía en el famoso Instituto Pasteur. Con la petite Fanny Hill, como la solía llamar en los buenos tiempos por su manifiesta voracidad, acariciaba yo, idiota de mí, planes hacia el futuro que tal vez se convirtieran en una boda a la intemperie a la luz de la luna allá por la isla de Margarita en mi país natal. Y la susodicha al ver las imágenes de aquella perra nipona (así la bautizó en la avalancha de e-mails que me estuvo enviando día tras día durante dos semanas) dedujo que la bella Ai (¡ay, ay, ay!) era mi amante de Tokio. Ojalá ma chérie, mon amour. Ah, malhaya, quién pudiera con esta soga enlazar al viento que se ha llevado lo mejor de mi cantar. Y se armó la de san Quintín. Ardió Troya. Y como hace tiempo escribí en uno de mis cuentos: “Prefiero enfrentar un perro rabioso que la furia de una mujer”, ahora me correspondía vivir esa experiencia en carne propia. Por suerte a mon chou, ese pastelito relleno de hiel, no se le ocurrió tomar el vuelo París-Narita, pues antes de que hubiera aterrizado en tierras de Junichiro Tanizaki, este relator se habría hecho el seppuku o harakiri allá por los lados de Ichigaya en el mítico “Excelsior Caffé”, precisamente en las cercanías donde mi admirado Yukio Mishima se inmoló mediante aquel método brutal el 25 de noviembre de 1970. Ah, y como nadie sabe para quién trabaja, las fotos, por cierto bastante sexys (si quieres te las puedo mostrar) de la AV’idol hallada en una avenida de AKB, puestas en el Facebook de mi sobrina idolatrada, se convirtieron por obra y gracia del azar y la necesidad en la excusa perfecta para el rompimiento de mis insensatos amores con una celópata de armas tomar.
Este cuento continúa……..