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En un café de Tokio (2)

Ednodio Quintero detecta y recuerda los componentes del perfume de una de las protagonistas del cuento y con la misma fidelidad establece el perfil de una mujer japonesa y de una venezolana, Por otra parte el lector siente que recorre una ciudad eléctrica y ecléctica como Tokio, en la descripción de un observador encandilado por la belleza.

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DOS: AKIHABARA

A propósito de celos, y sin necesidad de recurrir a la ayuda de Proust, Otelo o las novelas de Patricia Highsmith (me acuerdo de Deep Water y se me pone la piel de gallina), la evocación de la chica de Akihabara me lleva por asociación a recordar otro episodio bizarro también relacionado con el espíritu erótico de Tokio-ga, con ese aroma de almizcle, sushi y sudor de yeguas cerreras que se respira en Shibuya al anochecer. A finales del 2007, a mi regreso de Tokio donde había pasado un año inolvidable y espectacular, fui con mi nueva novia, pues dicen que un clavo saca otro clavo, Noelia Margarita, estudiante de cine y aficionada a la literatura japonesa, al estreno en Mérida, mi herida, de Babel, la película de Alejandro González Iñárritu, en la cual actuaba Rinko Kikuchi como la sordomuda de Tokio que se levanta la falda delante de unos chicos japoneses para mostrarles su hirsuta cuquita. Aunque ya había visto la película, que me había parecido un tanto pretenciosa en razón de su parecido estructural con Amores perros, me habían encantado las escenas donde aparece la Kikuchi, de la cual me enamoré como un macaco y que me acompañó al lado de Miri Hanai, Saori Hara y Manuela Ramírez en las solitarias noches de Tokio, acepté la invitación de Noelia Margarita, con quien había estado saliendo desde el mes pasado, y debo reconocer que me estaba apegando a su ardiente temperatura corporal derivada de su nacimiento en el puerto de Maracaibo, su devoción por el cine y su predilección por el sexo anal. Sucedió entonces lo inesperado. A la salida del cine y sin mediar palabra alguna, Noelia Margarita, su rostro transfigurado por la rabia como si acabara de regresar del infierno, me atacó a golpes con su cartera de piel con hebillas metálicas, una bonita “Mucuchíes fashion”, la misma que le había regalado para su cumpleaños la semana pasada. Me golpeó la cabeza, los hombros y la espalda. Me lanzó una patada buscando mis testículos, que logré esquivar con una maniobra de evasión aprendida en el barrio La Merced de México DF. Luego intentó morderme con sus dientes de piraña como hacen esos diabólicos peces con las reses en los ríos del llano. Me defendí al igual que una gata patas arriba, y al ver que me había librado de su furia asesina me insultó acusándome de pervertido pues en mi estancia en esa horrible ciudad “eso” había sido lo que yo fui a buscar: muchachas descaradas que te enseñen la cuca. ¡Celos retrospectivos, vaya, vaya! ¡Ah, malhaya, quién pudiera! Ahí mismo tomé las de Villadiego. Adiós, adiós. Good bye! Sayonara!

Naoko en verano canicular de Tokio, agosto 2010.

¿Qué andabas buscando ahora por las calles del distrito eléctrico de Akihabara? ¿Acaso evocar un pasado que sólo persiste en tu viciosa imaginación? ¿Acaso mostrar tus dotes de seductor de arepera o tu capacidad para el rencor? Nada de eso, amigo mío. Se equivoca usted de la “a” a la “zeta”. Mejor, cállese la jeta. A vos, amiga mía, que has permanecido callada leyendo por encima de mi hombro, te lo voy a contar. Te acordarás de la foto de un chico de doce años, contento, radiante y satisfecho en Jajó. En aquel hermoso pueblo de la cordillera occidental de mi país, muy cerca del lugar agreste de la alta montaña donde nací, estudié sexto grado de primaria. Y cuando hago un balance de mis días y meses en Jajó, llego a la terrible conclusión de que allí fui feliz. Yo salía en mi bicicleta plateada y pedaleaba como un loco en compañía de Ovidio y Virgilio, mis amigos de aquel tiempo dichoso que no sabían nada de nada de poesía latina, ni yo tampoco, y juntos en nuestros caballitos de fierro, ágiles como saetas recorríamos el tramo cuesta abajo que nos llevaba al Llano del Jarillo donde nos dedicábamos a cazar pajaritos y a comer guayabas y jumangues (aunque olvidé si estos últimos eran pájaros o frutas, cuando lo averigüe te lo contaré). También teníamos por costumbre, cuando el sol calentaba, zambullirnos en un pozo de aguas amarillas, y bajo el agua, aleteando como un pez, yo sentía que mi cuerpo se llenaba de aire, sentía que si aguantaba la respiración por más de tres minutos podría muy bien convertirme en el Hombre de la Atlántida. Sin saberlo a ciencia cierta, a los doce años en aquel paraíso perdido llamado Jajó, yo estaba ejerciendo a plenitud mi libertad. Aquello era lo natural y a nadie causaba admiración. En pocas palabras, yo hacía lo que me venía en gana. Ya está: vine a Akihabara para sentirme libre al igual que en mi época de estudiante allá en Jajó.

Akihabara. Tokio 2010

Ah, y aproveché la excursión para aumentar mi colección de muñequitas eróticas de animé, de las cuales tengo ya varias docenas. Salí a la caza de una muñeca japonesa en las procelosas calles de AKB, y encontré una preciosa, de plástico del bueno y fiber glass, de angelical sonrisa y ojos de basilisco, totalmente desnuda, en cuatro patas invitando a un doggie style, escala 1/8, Made in Japan y costosísima, que llevo envuelta en papel de burbujas dentro de mi morral de cazador. La llamaré Kaori Toyota, al igual que el personaje de un relato mío (“El arquero dormido”) en el cual la esposa del protagonista, un Agrimensor como el personaje de El castillo, la extraordinaria e inquietante novela de Franz Kafka, la esposa, digo, lo acusa de pervertido pues ella soñó que su marido lo traicionaba con una perra nipona menor de edad. Y el marido entonces cuando su mujer lo abandonó comenzó a fantasear con una chica japonesa llamada Kaori Toyota. Incluso en los sueños ajenos me persiguen las mujeres celosas. Después de andar del timbo al tambo por estas calles llenas de personajes extraídos de algún cómic porno y de chicas venidas de Marte y de Hokkaido, dos lugares donde dicen que hace un frío de espanto y brinco, entré de sopetón en el “Excelsior Caffé” y pedí un Ice Cofee con mucho hielo. En julio y agosto los calorones de Tokio pueden competir con la antesala del

mismo infierno. Subí hasta el primer piso y me senté en una mesa estrecha y alargada adosada al amplio ventanal desde donde se contempla la Avenida principal de AKB, que a esa hora vespertina luce repleta de gente como una procesión de semana santa en las calles de Jajó. Al tiempo que saboreaba mi café helado extraje de mi morral la libreta Moleskine que llevo siempre conmigo y comencé a escribir este relato. Estuve tentado de sacar la muñequita de animé para que me hiciera compañía cuando de pronto percibí, por el aroma dulzón a jazmín y rosas que como una nube ligera impregnó el ambiente cerca de mí, que alguien, no había que ser adivino para saber que se trataba de una hembra de mi especie, se acababa de sentar en el extremo izquierdo del mesón. Pudo más la curiosidad que la cautela y la contemplé de reojo, y descubrí que se trataba de una encantadora muñequita de carne y hueso, vestida con un coqueto kimono azul adornado con flores de sakura, un obi blanco le ceñía la cintura, y su cabello primorosamente peinado al estilo Shimada revelaba un extraño gusto por las formas antiguas de su país. La moda vintage se impone este verano, pensé. Tuve que desviar la mirada en dirección a la más remota región del aire pues la belleza cegadora de la chica no se podía soportar. Y me acordé, cómo no, de Ai (¡ay, ay, ay!). Cerré los ojos y durante unos instantes que hubiera querido prolongar hasta la eternidad estuve fantaseando con aquella criatura nacida para el placer. Mas luego los abrí de par en par y la observé al sesgo, con delicadeza como si cumpliera un esotérico ritual tomaba a breves sorbos su café helado, y en algún momento la pillé mirándome, pero, al igual que yo, lo supo disimular muy bien.

Ahora son las 4:55. Llevo ya veinte minutos escribiendo sin parar. Espero que puedas descifrar esta letra enrevesada de médico cirujano, no, mejor, letra de coleccionista de muñecas japonesas.

Me encantó ese kimono azul con flores de sakura.

Akihabara, Tokio, viernes 23 de julio de 2010.

El texto y todas las fotos son del narrador  Ednodio Quintero