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Érase una vez un país: colorín colorado, ¿este país se ha acabado?

La obra que permanecerá en cartelera hasta 17 de diciembre en el B.O.D. muestra la matriz que parece una constante en la historia política de Venezuela

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Este 18 de noviembre se estrenó en la Sala Experimental del Centro Cultural B.O.D  la pieza Érase una vez un país de Vilma Ramia, obra que estará en cartelera sábados y domingos a las 5:00 p.m. hasta el 17 de diciembre. El elenco  -bajo la dirección de Marcos Moreno- trae a escena una historia que intenta, en cuatro episodios, representar una visión de la historia contemporánea de nuestro país desde la caída de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez hasta el presente.

Cuando ingresamos a la sala el espíritu del montaje se hace evidente por la presencia de objetos que evocan la segunda mitad del siglo XX. La radio, el teléfono baquelita negro y la lamparita de inspiración Tiffany son los elementos escénicos que marcarán las conexiones con la estructura temporal del texto dramático y pondrán en sintonía al espectador con la evolución histórica que propone la pieza. La música de la Billo’s Caracas Boys, clásicos de telenovela rosa de los ochenta y el himno de los Bravos de Apure le otorgan la atmósfera a la representación. Las destacables actuaciones de Verónica Arellano, Armando Cabrera, Desirée Monasterios y Mario Sudano llevan al espectador a un territorio lúdico, sostenido en clave de humor.

Érase una vez un país propone de un modo casi naif una crítica a la historia contemporánea de Venezuela. Una inocente y pueril aproximación a la realidad que se inunda de clichés y lugares comunes. Sin duda, Vilma Ramia asume un riesgo al poner un contenido actualizado en escena, lo  preocupante es que en ese riesgo pareciera haber vacilación. Este temor se relaciona con la enorme dificultad que supone hablar del pasado histórico para hacerlo desembocar en el presente ¿Por qué resultaría difícil, acaso no era ese el fin último de la tragedia griega? Ciertamente es así, pero cuando el presente es tan hostil y agobiante el acercamiento se vuelve cada vez menos objetivo porque el autor es parte del caos, que es su hábitat, su cotidianidad. Ahí se halla la razón para la ingenuidad del esfuerzo crítico, la incapacidad de alejarse para fijar una postura más allá de lo evidente.

Vilma Ramia vuelve a las tablas como actriz y dramaturga. Foto Enrique Lares Monserratte

A mi modo de ver, la pieza pierde sus posibilidades de trascendencia temporal al ajustarse a un contenido, deliberadamente, asociado a una tendencia política específica que le dice a los espectadores lo que quieren escuchar. No los invita a asumir una posición crítica frente a la situación nacional, sino que reafirma sus inseguridades y convicciones, fundadas en paraísos estériles como la idea de esa “Gran Venezuela” que jamás existió.

La acción dramática inicia en los albores de la caída de Marcos Pérez Jiménez. Lourdes (Vilma Ramia) y Nayib (Alberto Alifa) comparten la casa y sus vidas pero no tienen la misma visión del país. Uno quiere que la dictadura continúe para sostenerse y el otro desea un cambio, quiere libertad. La casa se presenta como un espacio donde se proyecta el ambiente social sobre el microcosmos doméstico.

 

En el segundo cuadro se habla del Caracazo y de las circunstancias posteriores que sirvieron como caldo de cultivo para el ascenso del chavismo al poder. Esta historia protagonizada por Rina (Desirée Monasterios) y Camilo (Mario Sudano), muestra una vez más las dos caras de una moneda. Un par de extraños coinciden en la estación del metro Parque Carabobo y nos demuestra que a pesar de vivir en la misma ciudad se puede tener perspectivas completamente opuestas acerca de un mismo suceso; parecieran dos realidades divorciadas pero con una posibilidad de reconciliación fundada en la idea del amor romántico como alternativa.

El tercer y cuarto evento remiten al presente de una forma clara y directa: dos familias divididas por diferencias irreconciliables porque el amor es insuficiente. Elizabeth (Violeta Alemán) y su hijo Ramiro (Eduardo Pinto) no logran coexistir; el fanatismo político los ha enceguecido literal y metafóricamente, se han separado a tal punto que resulta imposible volver a vivir en armonía porque el odio manda. Por otra parte, una pareja de hermanos ha sufrido una escisión con el país, Linda (Verónica Arellano) y Alberto (Armando Cabrera) se enfrentan a la difícil decisión  de irse de Venezuela o permanecer en ella como acto de resistencia cívica.

La pieza pone de relieve una verdad indiscutible: Venezuela ha permanecido dividida, parecemos sectarios por naturaleza, siempre dos bandos en pugna por el poder. Además de esto, exhibe una serie de ideas un tanto maniqueas, pero que no dejan de ser ciertas y cobran una significación particular para el espectador que encuentra en ellas la transposición de su mentalidad. ¿Cuáles son esos temas que se intuyen como máximas? La necesidad de un hombre fuerte en el poder, de preferencia un militar para que ponga orden y con ello se instaure el progreso. La democracia venezolana fue solo un reducto de corrupción y un período de atraso social. Quien no ha vivido en un barrio no ha sufrido. Tener una familia sólidamente constituida es un asunto de sifrinos y de gente de la clase media. También aparece la histeria fanática de los afectos al régimen y, por supuesto, el drama de las familias fragmentadas por las migraciones. Tal vez estos dos últimos momentos son los de mayor empatía para el espectador porque les hablan de su presente, los colocan en el centro de la situación dramática.

Mi desencanto frente al país no se homologa con las sonrisas y lágrimas que se produjeron en algunos de los asistentes conmovidos por esta apuesta nostálgica cuyo eslogan escuchamos por las calles incesantemente: “éramos felices y no lo sabíamos”,  frase que resuena casi como un mantra. Aunque el montaje no superó mis expectativas creo, sin duda alguna, es una excelente oportunidad para re-pensar a Venezuela, nuestros clichés y nuestro regodeo decadente en la idea de que todo pasado fue mejor.