Escribir desde la línea de fuego
Svetlana Alexiévich extrae 101 testimonios que en su pluma se convierten en breves relatos sobre la miseria, el miedo y la inocencia interrumpida

Últimos testigos de Svetlana Alexiévich (Barcelona: Editorial Debate, 2016) es el registro de un importante número de testimonios de hombres y mujeres que sufrieron (en su niñez) las desgracias de la guerra.
La escritora y periodista bielorrusa fue ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015 (situación que marca un antes y un después en la academia ya que es la primera autora galardonada con el gran premio, cuya obra pertenece al género de no ficción) y ha dedicado su narrativa, desde una postura crítica, a la memoria de la antigua Unión Soviética; un extenso territorio lleno de utopías, desgastado por un sinfín de conflictos bélicos e ideológicos.
Su obra ha sido descrita como “sinfónica” o “coral”, toda su narrativa se sustenta en los testimonios de personas comunes que son parte de los hechos transcendentales de la historia de la antigua Unión Soviética: La guerra no tiene rostro de mujer (Editorial Debate, 2015); Últimos testigos (Editorial Debate, 2016); Los muchachos de Zinc (Editorial Debate, 2016); Voces de Chernóbil (Debolsillo, 2015); y El fin del Homo sovieticus (Acantilado, 2015), son sus libros traducidos al español que abarcan un período de escritura desde mediados de la década de los 80 hasta el año 2013. La escritora insiste en que su literatura es “documental” y en ella, las ideas de los hombres y mujeres que componen una sociedad, van de la mano con el espíritu de los sentimientos humanos.

En 1941 la Unión Soviética es invadida por los alemanes, involucrando a la nación en la mayor tragedia del siglo XX: la Segunda Guerra Mundial. Bielorrusia fue uno de los territorios que mayor devastación sufrió: ciudades como la de Minsk y Kobrin fueron reducidas a cenizas.
Alexiévich extrae 101 testimonios que en su pluma se convierten en breves relatos sobre la miseria, el miedo y la inocencia interrumpida. Estas narraciones corresponden a entrevistas realizadas por la autora (en la década de los años ochenta) a supervivientes de la invasión alemana. Hombres y mujeres retrocediendo en el tiempo. Adultos nuevamente siendo niños al desenterrar los recuerdos.
Los relatos (testimonios) son directos, contados en primera persona. Estos no están (en su esencia) intervenidos por la visión propia del autor; su trabajo (el de la autora) fue hacer del lenguaje algo más potable sin desnaturalizar los testimonios, rehabilitando con un tono literario los argumentos del pasado (contados de forma oral por los protagonistas) ahora escritos en la hoja. Trabajo similar al que realizó la escritora y antropóloga venezolana Elizabeth Burgos con su libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (Casa de las Américas, 1983), libro nacido de una entrevista a una mujer que relata su vida y los maltratos de la que fue víctima junto a otros miembros de la comunidad indígena guatemalteca. El libro de Burgos colocó a la joven en los ojos del mundo, obra que jugaría un papel fundamental en el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú en el año 1992.
La mayoría de las historias de Últimos testigos están marcadas por la separación de la familia: la pérdida de la seguridad del hogar en la ausencia física del padre y la madre. Fractura que simboliza el dolor que inflige la guerra:
Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está… (p.16).
En otros pasajes se evidencia la educación férrea impartida a la población infantil sobre la figura divina y protectora de Stalin, para luego ser quebrantada ante la realidad que se impone sobre el mito:
(…) nadie acababa de creer en la posibilidad de una guerra. ¡Qué va! ¡Nuestro ejército protege las fronteras, nuestros jefes están en el Kremlin! ¡El país está protegido, es impenetrable para los enemigos! Eso es lo que yo pensaba entonces… Era un joven pionero.
Pusimos la radio a todo volumen. Todos estábamos esperando que Stalin diera un discurso. Necesitábamos su voz. Pero Stalin no dijo nada. Habló Mólotov. Todos escuchábamos. Mólotov dijo: «La guerra». Pero nadie se lo creyó. ¿Dónde estaba Stalin? (p.18).
Alexiévich reconstruye poderosas e inquietantes imágenes que hacen que el lector perciba (como si se tratase de un sobreviviente más) las angustias que surgen de las ruinas:
(…) Esos días mi madre hacía polenta, la repartía entre todos. Nosotros nos quedábamos mirando la cazuela, pedíamos: « ¿La podemos lamer? ». Lamíamos por turnos. Después de nosotros, lamía la gata, también estaba hambrienta. No sé lo que quedaba en la cazuela después de nosotros. No dejábamos ni una sola gota. Ni siquiera quedaba olor a comida. Hasta el olor lo habíamos lamido. (p.74)
A lo largo del libro el cielo representa un elemento amenazador, es el telón de fondo de un teatro del horror donde los actores son los aviones alemanes, mensajeros alados anunciando el fin de la vida a través de la desentonada y estruendosa música que emana de las bombas.
Aunque es difícil de creer en las guerras no todo es dolor y llanto, existen espacios donde la felicidad se niega a desaparecer, las personas ríen y juegan, se enamoran y sueñan:
(…) Entre los heridos había un checo, el trombonista de la ópera de Praga. El jefe del hospital se alegró muchísimo, y cuando el músico estuvo suficientemente recuperado, le pidió que preguntara por las demás habitaciones y buscara a otros músicos. Se formó una orquesta de primera. Me enseñaron a tocar el chelo, con la guitarra me las apañé yo solo. Nosotros tocábamos y los soldados lloraban. Tocábamos canciones alegres… (p.58).
Últimos testigos es un libro sobre el pasado que insiste en ocupar el presente. Svetlana Alexiévich consigue, por medio de la literatura, negarse al olvido de nuestra esencia: la humanidad.