Esto no se puede contar: Memorial Chernóbyl
El escritor y documentalista Roberto Renán inicia su investigación sobre la serie de HBO " Chernóbyl" pero muy pronto se da cuenta que ramifica en otos temas igualmente alarmantes e interesantes que pasan por precedentes como Hiroshima o relatos de ciencia ficción, al veto o la tergiversación informativa sobre la tragedia, la respuesta cuestionable que tuvo y tiene, hasta llegar al análisis impecable de la exitosa serie de televisión .

Cuentan que el lunes 6 de agosto de 1945, cuando el rudimentario artefacto atómico denominado mordazmente Little Boy estalló, unos 600 metros sobre Hiroshima, la temperatura se elevó de golpe a más de un millón de grados Celsius, quemando el aire, y unos 60000 seres humanos murieron envueltos en una masa de fuego –que sólo a duras penas la imaginación renacentista hubiera podido prestarle al poeta florentino para cantar su comedia– antes de que el hongo violáceo se dispersara, y permitiera apreciar las consecuencias inmediatas del horror. Luego vendría la lluvia; una lluvia negra –literalmente negra, preñada de polvo radioactivo– que, ¿quién sabe si esté cayendo todavía?
En ese momento, según Theodore Sturgeon[i], existían razones para creer que, al margen de los altos cargos del ejercito y de los involucrados en el Proyecto Manhattan, sólo los científicos y los aficionados a la ciencia ficción comprendieran exactamente de qué se trataba aquello[ii].
Es evidente que para la fecha la literatura de ciencia ficción ya había manoseado lo suyo el tema nuclear –como tantos de sus grandes temas[1]– y se encontraba lista, siguiendo la brújula que John W. Campbell, el controvertido editor de Astounding, le mostraba a un selecto grupo de autores –Asimov, Heinlein, del Rey, entre ellos– para comenzar a explorar las consecuencias de dichos temas[2].
En el número de abril 1946 de Astounding aparecía Memorial, un cuento de Theodore Sturgeon, en el que un científico imagina una explosión nuclear de tales proporciones que sus restos radiactivos sirvan de escarmiento a las generaciones futuras sobre el uso irresponsable de esta tecnología.
Empieza así:
El foso había cambiado muy poco a través de los siglos. En el año cinco mil seguía siendo un Memorial erigido por la ira ante el uso irracional de la energía. Gracias a él, la guerra era algo olvidado. Gracias a él La Tierra se encontraba libre de polución. Nadie escuchaba ya los estallidos de las bombas ni el fastidioso ritmo de los desfiles. El mundo, tras una larguísima espera, se encontraba en paz.
Acercarse al foso implicaba la muerte, una muerte lenta, segura. Se le temía y respetaba, y así sería por muchos siglos aún.
Se hallaba rodeado por una franja de tierra desierta y desigual que se extendía más allá del horizonte. Un resplandor azul, fantasmagórico, flotaba sobre aquella zona. Allí no había nada vivo, no podía haberlo.
Por las noches emanaba un centelleo rojizo.
Con un monumento que conmemoraba de tal modo la guerra, sólo podía existir la paz.

Exactamente cuarenta años después la humanidad tendría su memorial; la realidad había alcanzado a la ficción.
El 26 de abril de 1986, durante una prueba de seguridad, el reactor No. 4 de la central nuclear de Chernóbyl, estallaba, haciendo volar una cubierta de más de 2000 toneladas, y dejando expuesto un núcleo donde el grafito ardía ardía al rojo vivo, emitiendo, como otra de esas siniestra chimeneas que nos legara la historia reciente, cantidades monstruosas de humo radiactivo a la atmósfera. En las seis semanas que tardó en enfriarse, la contaminación –unas 500 veces superior a la de Hiroshima– tuvo tiempo de extenderse sobre gran parte de Europa, y más allá, hasta Japón y Norteamérica. Sin embargo, no lo hizo de manera uniforme, sino en fardos tóxicos, a merced de las condiciones meteorológicas, como pétalos de una terrible flor de muerte.
Esta versión del memorial tuvo además su guinda –ya conocemos las exuberancias de la realidad, de esta realidad distópica en que ha devenido la historia del hombre–, nada más y nada menos que un sarcófago; ¡qué mejor denominación para un monumento que conmemore de esta manera la vida! Un gigantesco sarcófago de hormigón y plomo, con el que se pretendieron confinar los residuos radiactivos del 95% del núcleo del reactor –el verdadero memorial– intacto hasta este momento, y todavía, por los siglos de los siglos –por uno 300000 breves años, para ser más exactos–.

Lo sorprendente es que, a diferencia del mundo del cuento de Sturgeon, después del memorial que representa Chernóbyl, el nuestro ha seguido como si tal cosa. En La Tierra del año 2019 no se ha detenido la producción de armas nucleares –sucedáneos, por lo visto, de los órganos reproductivos de los líderes de los países que las poseen–, la paz mundial brilla por su ausencia y, en una década apenas, la polución comenzará a hacer el planeta inhabitable para el hombre.
En palabras de una de las sobreviviente de Chernóbyl, recogidas en el devastador libro de la Nobel bielorrusa, Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbyl[iii]: «Cuentan que las ranas y las moscas se quedarán, pero los hombres, no. La vida se quedará sin hombres».

Y es precisamente este libro –aunque esta zona de exclusión post-apocalíptica me transporte sin remedio a la admirable Stalker (1979) de Tarkovski[1]–, este libro en que su autora se retira con tanto acierto, y cede la palabra a los testigos para que sean estos quienes cuenten, no La Historia, no, esa es probable que sea inexpresable, sino sus pequeñas historias, parciales, sesgadas, pero tremendamente conmovedoras, el que mejor expresa la magnitud de esta desgracia. No un cuento de ciencia ficción –por mucho que me apasione el género–, ni decenas de ellos; y mucho menos la historia oficial, plagada de verdades a medias, producto de conveniencias políticas; ni que decir de las noticias.
Con tanto celo se habían guardado los detalles de esta catástrofe que me resulta imposible no recordar aquel chiste que circulaba en tiempos de la Unión Soviética. Napoleón le concedía a Gorbachov: «¡Si yo hubiera tenido el periódico Pravda (Verdad) nadie se hubiera enterado de que perdí la batalla de Waterloo!»
Dice Ricardo Piglia en sus Tres propuestas para el próximo milenio y cinco dificultades:
-Hay un punto extremo, un lugar –digamos– al que parece imposible acercarse. Como si el lenguaje tuviera un borde, como si el lenguaje fuera un territorio con una frontera, después de la cual están el desierto infinito y el silencio. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo transmitir la experiencia del horror y no sólo informar sobre él? Muchos escritores del siglo XX han enfrentado esta cuestión: Primo Levi, Osip Mandelstam, Paul Celan (…) La experiencia de los campos de concentración (…), la experiencia del genocidio. La literatura muestra que hay acontecimientos que son muy difíciles, casi imposibles de transmitir, y suponen una relación nueva con los límites del lenguaje.
Y esto precisamente le dice a la autora Liudmila Ignatenko: «¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar!»
Pues bien a este límite ha llegado Alexiévich.
Reconozco que muy pocas lecturas me han estremecido de este modo. Los escalofriantes Relatos de Kolymá, desde luego, de Varlam Shalámov, largo inquilino de esa refinada versión del Hades que recrearán el querido camarada Stalin y sus secuaces: el Gulag siberiano.
Pero volviendo a Chernóbyl.
Este año HBO ha estrenado una miniserie, parcialmente basada en el libro de Alexiévich, que no ha tardado en cosechar la asiduidad del público y el beneplácito de la crítica; porque se trata de un producto de altísima calidad con un tema ante el cual resulta difícil mantenerse apático.
Chernobyl (la miniserie) se inscribe, hasta cierto punto, en el género de catastrofismo, pero ensancha sus límites, y nos deja frente a cinco capítulos del más limpio terror. Toma de aquél el modo de articular el relato a través de diversos personajes inmersos en una catástrofe que es la verdadera protagonista, pero va más allá.
A diferencia de la típica historia de catastrofismo donde suele existir un elemento conflictivo en las relaciones interpersonales que se desarrolla a medida que avanza el relato, y del cual, la catástrofe es una suerte de eco. Pienso en la lectura que hace Žižek (iv), del ataque de los pájaros en el conocido filme de Hitchcock, por ejemplo:
…los pájaros no «significan» el superyó materno, no simbolizan las relaciones sexuales bloqueadas, ni la madre «posesiva», y así sucesivamente; son más bien la presentificación en lo real de la objetivación, la encarnación del hecho de que en el nivel de la simbolización algo «no ha funcionado».
Pero pienso también en el Godzilla japonés, bestia que encarna, en un acto terapéutico si se quiere, de catarsis colectiva, el poder destructivo de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y sus consecuencias para la humanidad.

En Chernobyl, en cambio, no existe nada parecido con qué estremecer al espectador, una discreta explosión, si se la compara con los excesos a los que nos tiene acostumbrado el cine –los mismos que nos impidieron percibir la magnitud de los ataques del 9/11, a partir de unas débiles imágenes documentales–, y una columna de humo es casi todo lo que nos ofrece, en principio, esta realidad, como elementos de peligro. Sin embargo, plano tras plano, sus realizadores (Craig Mazin, guion; Johan Renck, dirección) nos van hundiendo en un mundo de pesadilla, como pocas veces lo ha logrado la ficción más tremebunda.
Lo consiguen con una extraordinaria utilización del punto de vista narrativo –deudor, tal vez, del libro de Aléxievich– con el que van construyendo un fresco donde el terror se yergue precisamente en el espacio vacío que ningún personaje puede cubrir.
Es sabido, para mortificación de los artífices de lo obvio, que raya en lo pornográfico, que es mucho más eficaz sugerir que mostrar: la sugerencia debe ser completada por la imaginación del espectador, y por ello es inagotable, en cambio, el poder de lo que se muestra, se agota en el mismo instante en que es mostrado, y se ha dado el caso de que sea menos terrible o hermoso de lo que se temía o anhelaba.
Así, esta dupla creativa, atendiendo quizás al consejo que advierte sobre el miedo que puede inspirar una madre encolerizada con una plancha caliente en la mano, nos persuaden de que el terror no reside únicamente en las historias de monstruos, sino que bien puede ser una simple columna de humo brotando impenitente del núcleo de un reactor nuclear averiado; un hombre domesticado por un sistema totalitario que se encamina en silencio a la muerte; una mujer embarazada que cuida amantemente a su esposo intoxicado por radiación; unos tristes funcionarios dispuestos a cargarse el planeta con tal de no reconocer su responsabilidad en el asunto; o esta visión de otro mundo en esta tierra, estos «liquidadores» suerte de bio-robots que van de un lado a otro con máscaras de gas y mandiles de plomo, abotargados de vodka, cargando grafito radioactivo con palas de albañilería, exterminando animales domésticos a punta de fusiles o removiendo la tierra con arena de dolomita…
Y lo consiguen también con una acertada banda sonora, especie de sonata para dosímetro y helicóptero, con una ambientación de concurso que llega al extremo –si acaso cuestionable– de utilizar textos en cirílico, pese a que los personajes hablen en inglés, y con unas interpretaciones nada desdeñables.
Con todo, las limitaciones del medio, más proclive a la emoción fácil, fuerzan a la serie, por momentos, a pecar de cierto maniqueísmo en la construcción de los personajes –no se es ni tan héroe ni tan villano en la vida–, y a ciertos excesos de espectáculo, que poco le suman a tantos aciertos, verbigracia, la hollywoodesca escena de los mineros y el ministro.
Y entonces sucede algo curioso.
Como ya es imposible callar, los rusos anuncian su propia serie sobre Chernóbyl.
¿Para qué, me pregunto, si ya tienen el libro de Alexiévich? Muy poco más podrá agregarse al respecto, como no sean secretos de estado, celosamente guardados por administraciones cómplices. Pero ni siquiera. Resulta que los rusos tienen otra cosa en mente. Una suerte de historia de espionaje que rescata los clichés de la Guerra Fría: un agente de la KGB que intenta detener a uno de la CIA, infiltrado en Chernóbyl para la fecha del accidente. ¡Y cómo no, si ya la puedo imaginar en Netflix! Más les valdría hacer una sobre el accidente de Three Miles Island, ocurrido en suelo norteamericano, por razones semejantes al de Chernóbyl; sería más creíble. Porque ese gesto lo único que evidencia es lo poco que han entendido, lo poco que han aprendido.
En palabras de uno de los testigos cuya voz nos transmite Alexiévich: «Si hubiéramos vencido la catástrofe de Chernóbyl, se hablaría, se escribiría más sobre ella. O si la hubiéramos comprendido. No sabemos cómo extraer un sentido de este horror. No somos capaces. Porque no se lo puede comparar con nuestra experiencia humana, ni con nuestro tiempo humano…»
Yo sólo pienso: ¿Será que, a pesar del estruendoso derrumbe del llamado Campo Socialista esa guerra que no puede ganarse –que sólo con toda seguridad puede perderse– no ha cesado, y la seguiremos sufriendo en silencio hasta que nos aniquile?
Aclaratorias y Bibliografía
[1] El viaje espacial; la máquina del tiempo; el encuentro con civilizaciones extraterrestres; la interacción con las máquinas; los mundos del futuro… estaban distantes aún los días de las computadoras y las investigaciones genéticas.
[2] Este primer sarcófago, por cierto, Sarcófago Objeto como lo denominaron «los liquidadores» –cientos de miles de hombre destacados en la zona de exclusión que se creó en torno a la central nuclear con el propósito de minimizar las consecuencias del desastre, incluso a costa de su propia vida– ya tuvo que ser remplazado por otro, que costó miles de millones de dólares, una gigantesca bóveda de acero que, por su parte, no se espera que dure más de cien años
[i] Destacado escritor de ciencia ficción. Su conocida novela Más que humano, aparecida en 1953, es un alto ejemplo del genero.
[ii] Tomado libremente del prólogo de Michael Ashley a su antología: The history of the science fiction magazine (1946-1955).
[iii] Alexiévich Svetlana: Voces de Chernóbyl, Trad. Ricardo San Vicente, Barcelona, Debate, 2015.
[iv] Žižek, Salavoj: «¿Por qué atacan los pájaros?», Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, Trad. Jorge Piatigorsky, Buenos Aires, Manantial, 2010.