Inicio»Columna»Fragmento de un diario sobre el año de la peste

Fragmento de un diario sobre el año de la peste

Del álbum familiar.

0
Compartido
Pinterest URL Google+

Desde comienzos de este año, antes de que se comenzara a hablar del virus que había empollado en un mercado de Wuhan, allá en la lejana y milenaria China, estuve pensando en la hermana de mi padre, mi tía Delibana, quien fuera en diciembre de 1918 una de las víctimas mortales de la llamada “gripe española”. Delibana no alcanzó a cumplir los dieciocho años y era la consentida de mi padre que aquel año de infausta memoria frisaba los veinticinco. Mi tía había nacido en junio de 1901, y fue recibida en la familia con alborozo pues era la primera hembra luego de una sucesión de cuatro varones, siendo mi padre el mayor. Mi abuelo Rufino tenía razones para sentirse orgulloso y ufano por el advenimiento de su hija. Él se había sumado en agosto de 1899, en compañía de su suegro el general José María Ribas (mi bisabuelo), a las tropas de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez que invadieron el país desde la frontera con Colombia y que en una exitosa campaña se apoderaron del gobierno central. En la batalla de Tocuyito mi abuelo fue alcanzado por una bala enemiga que, por suerte, apenas le dejó una cicatriz en el hombro izquierdo. Mi abuelo con el grado de coronel y el general José María Ribas no se quedaron a medrar en la capital, ambos fueron enviados a la ciudad de Mérida donde permanecieron un año, respectivamente como Jefe y segundo Jefe del Cuartel “Rivas Dávila”. A su regreso al caserón familiar en octubre de 1900, mi abuelo abrazó a su esposa, la frágil y delicada Angustias, y de aquel encuentro caluroso en el frío amarillo de los páramos nació la bella Delibana.

Juan Vicente Gómez ejerció el poder en Venezuela en tiempos de ” la gripe española” tras desplazar a Cipriano Castro

Mi padre me contaba que en su primer viaje a Mérida, el año 17, entre los muchos regalos que trajo para su adorada hermanita destacaba una encantadora muñeca de fina porcelana importada de París. Mi tía Rosa en una ocasión me mostró aquel lindo presente que había pertenecido a la desdichada Delibana, y ante mi interés por aquella trágica historia familiar se desprendió de un retrato del álbum familiar donde aparece su hermana mayor, que un fotógrafo ambulante de un estudio de Valera le había tomado precisamente aquel año infausto, y me lo regaló. Lo conservo como un tesoro. Decía mi tía que Delibana era una santa, y recordaba que la tarde que la bajaron en procesión hasta el cementerio de la aldea un precioso arco iris los acompañó a lo largo del camino.

Esta imagen alude a la ” peste española” en Venezuela. La enfermedad contagiosa se introdujo  por  La Guaira en 1918.

La “gripe española”, una horrible pandemia que según algunas estimaciones se cobró alrededor de sesenta millones de personas, había sido detectada en los últimos meses de la primera guerra mundial y se expandió por el mundo entero con una voracidad y rapidez similar al coronavirus que ahora nos mantiene en zozobra, con el agravante de que en aquella época los recursos de la ciencia médica eran ínfimos comparados con los grandes adelantos de los últimos decenios. La “gripe española” llegó a Venezuela en octubre del año 18 por el puerto de La Guaira, y en pocos meses, viajando en pequeñas embarcaciones por las costas o a lomo de mulas por los caminos de recuas, se propagó por los más apartados rincones del país. Los cálculos más conservadores ubican la mortandad en veinticinco mil personas. ¿Cómo alcanzó el páramo de Trujillo donde vivían mis ancestros desde hacía dos siglos, alejados del mundo? Doce horas a caballo nos apartaban de Boconó, y un viaje a Mérida significaba tres días por los enrevesados caminos de la cordillera. Decían que la peste la habían traído unos misioneros españoles, capuchinos de hirsutas barbas y de voces atronadores, que predicaban por los pueblos de la sierra la llegada del fin del mundo.

En la foto de CNN el Corona Virus, causante de una pandemia que hasta el 9 de mayo del 2020 arroja la cifra de 275.208 muertes en el mundo.

Mi padre contaba que toda su familia se había contagiado, y se preguntaba con un deje de tristeza por qué aquella peste se había cebado en su amada hermanita. Quizá para estos severos golpes del destino no existan las respuestas apropiadas. Abundan sí muchas preguntas. Que un siglo después se avivan con ésta que arremete con insidiosos bríos y que nos ha obligado a encerrarnos en nuestros hogares como si cumpliéramos un arresto domiciliario en espera de que amaine la tormenta. ¿Asistimos a un apocalipsis en directo, a una guerra de baja intensidad? Yo no sé. Que nadie me pregunte nada, por favor.

Como el escéptico que soy, no aguardo ningún milagro. Me refugio en el recuerdo de mi tía Delibana pensando al contemplar su retrato que los breves años de su vida debieron haber sido de una calmada intensidad. El milagro siempre ha sido permanecer con vida, esa oportunidad que se nos concede una sola y unánime vez. De eso se trata, amiga mía. Lo demás, ya lo sabemos, es silencio.

 

Mérida, mi herida, 17 de abril de 2020.