Hacer milagros
Con una nota introductoria de Elisa Maggi

Nota introductoria por Elisa Maggi
En 1997, Salvador Garmendia recibió la propuesta editorial para publicar la totalidad de sus cuentos. Esta iniciativa no llegó a formalizarse a pesar del interés y entusiasmo de Salvador, quien hubiera estado muy satisfecho cuando esa aspiración al fin se concretó en la cuidada y hermosa edición de Cuentos completos, que muy profesionalmente realizó FUNDAVAG Ediciones en 2016.
Hice la compilación para esa publicación a partir de la inclusión de los cuentos aparecidos en los once libros organizados por Salvador y publicados a lo largo de su vida, y de los cuentos dispersos. Para ello hice una búsqueda en archivos personales, publicaciones periódicas, antologías y catálogos.
Salvador era de veras un escritor y escribir era una ocupación que no limitaba a tiempos y a espacios —tengo guardado un ticket de metro donde está escrita una pequeña crónica. Por eso no me extrañé de encontrar hace algunos meses el cuento Hacer milagros, relato inédito que responde al mejor humor garmendiano. Tampoco me extrañaré por posibles hallazgos futuros.

Hacer milagros
Cuento de Salvador Garmendia
El viajero tenía por costumbre hacer algunos milagros casuales, ya fuera para agradar a Dios o para comer aguacates en el desayuno. Su Dios era un espíritu gris y descreído, que necesitaba de la musiquita fácil del milagro para creerse joven, y nuestro amigo le daba en el gusto de cuando en cuando. Ese día, llegó a un pueblo pequeño y se encaminó inmediatamente a la posada. Hizo sonar cuatro veces la aldaba y al rato el portón carcomido se entreabrió con desgana y dejó asomar la cara de una anciana. El viajero sonrió amablemente a la patrona y, tras los pormenores de rigor, la acompañó a través de zaguán hasta el corredor de recibo. Allí se quedó contemplando una gran mata de aguacate que se elevaba en la mitad del patio. El árbol destilaba frutos de cuello largo, que parecían gotas de aceite.
—Mañana me sirve uno de esos aguacates en el desayuno, doñita –solicitó el viajero.
—Lo siento, caballero —la anciana tenía voz de tiple, pero con los bordes gastados: de cuando en cuando se le salía un gallo—. Esos aguacates están verdes —explicó.
Entonces el viajero, sin apartar la mirada del árbol, levantó ambos brazos por sobre la cabeza y juntó los dedos índice y pulgar de cada mano como si tendiera con ellos una sábana. En el mismo instante, todos los frutos del árbol se esponjaron y cambiaron su coloración verde brillante por otra más oscura y opaca. Era que todos sus frutos acababan de madurar al mismo tiempo.
La señora hizo la señal de la cruz.
El viajero sonrió, esta vez de oreja a oreja. Estaba escuchando un golpeteo acompasado de alguien que arranca a bailar un zapateado.
Era Dios, creyéndose joven.