Hijos de la sal: el otro cine venezolano
El segundo largo de ficción de los hermanos Andrés y Luis Rodríguez propone un relato y una estética diferentes en el cine venezolano

Hechas del tiempo inmóvil de parajes librados a la cruda naturaleza, las secuencias derivan entre lo brutal de los interiores de bahareque y el buscado paisajismo de los exteriores fulminados entre la sal y el sol de las albuferas. En esa estética lumínica de lo ínfimo y lo infinito, el drama va desgarrándose lento como la piel cuarteada de los habitantes de las salinas de Paraguaná, al oeste de Venezuela. Tal desgarramiento es demorado al punto de lo irresoluto en una película muy exigente para el espectador: Hijos de la sal, segundo largometraje de ficción de los hermanos Luis y Andrés Rodríguez. La ópera prima Brecha en el silencio (2012) tuvo una estupenda recepción del público y obtuvo el premio en el correspondiente renglón en el Festival Internacional de Cine de El Cairo, muestra y competencia de categoría A.
La pieza abre con el personaje Evaristo, interpretado por uno de los actores más icónicos del cine venezolano, el hoy nonagenario José Torres. Aparece el anciano patriarca como un Sísifo equinoccial en la tarea perenne de arrancarle una muesca de sal al resabio de mar atrapado, valido de un pico que rebota en el fango fatigoso y espeso; más que un prólogo la imagen remite a un rito, un signo de la simbología intentada a partir de ese momento.
Evaristo es el padre demasiado viejo de dos adolescentes vivaces, aunque agazapados y de poco hablar, ella de unos 16 años, él acaso de 12 o 13.
Sin hurtar nada a la retórica documental, los realizadores apuestan a una exploración del entorno y la espera del acontecimiento, del fluir de los actores en procura de personajes que se mantienen difusos, inaprehensibles a lo largo del relato. Se trata de una narración arriesgada y a ratos extraviada, al menos en una primera lectura, pero con momentos de intensidad sensorial, escenas de explosiva sensualidad, como la de los dos hermanos en el umbral entre la inocencia casi animal y el incesto, chapoteando entre el juego y la agresión en un tanque de agua irradiado de sol cenital.
Se alarga a veces la sucesión de imágenes, demorándose en una edición de planos si no ausente de gramática, azarosa o acaso en busca de una ruptura.

El pathos del incesto y el tabú de la pedofilia se insinúan en el puro gesto, en una estructura episódica. Tal vez el drama asoma más inteligible en la escena de ese botiquín de hombres gastados por el salitre, rudos y silenciosos, y alguna muchacha temeraria venida de quién sabe dónde.
Se trata de una apuesta que elude la concesión y en esa fuga se extrema. La pregunta no termina de formularse, y desde luego, toda respuesta está abolida. Es una estética.
Los valores de esta segunda pieza de ficción de los hermanos Rodríguez son innegables, más allá de criterios divergentes. Se trata de otro cine venezolano, sin precedentes claros en la cinematografía del país. Es una película que hay que ver, esmerarse en recibirla sin condicionamientos.
Hijos de la sal fue estrenada recién el 31 de agosto y el espectador leal a nuestro cine sabe que no le queda mucho tiempo, si acaso no la ha visto en sala. Ganó el premio a la mejor película en la reciente edición del Festival de Cine Venezolano de Mérida y es ahora que inicia la gira de festivales internacionales. Cabe preguntarse si la estrategia de exhibición sea acertada; estrenar primero en Venezuela y girar por el mundo después. Sería que los productores desde un principio renunciaron al aval de la taquilla en el país de origen, donde la crisis conspira seriamente contra la afluencia a las salas.