Ingmar Bergman: en el principio fue el padre
El maestro del “cine interior” cumple cien años con la impronta inolvidable de su padre

En blanco y negro, con lentitud enervante, unas escenas cargadas de simbolismo y una exploración de lo humano, desde los más recónditos pliegues del cuerpo hasta el fondo de la mirada, taladrada en un primer plano eterno, Ingmar Bergman trasciende los cien años de su nacimiento.
Referencia de una cinematografía compleja, más para admirar que para disfrutar, con seguidores como Woody Allen, quien lo denomina el gran hacedor del “cine interior”, el prolífico maestro, (más de 70 trabajos en cine, teatro y literatura) ganó tres veces el Oscar a la mejor película no hablada en inglés: El manantial de la belleza, Como en un espejo y Fanny y Alexander.

Padre nuestro
Casado cinco veces y padre de nueve hijos, Bergman tuvo una niñez de difícil convivencia con sus padres, sobre todo con su padre, aunque sin alguien como él no sabemos si hubiera podido atesorar una monumental obra que ahora soporta, firme, el paso del tiempo sin trazas aparentes de que termine olvidado en los archivos cinematográficos. Fue el pastor Henrik Bergman quien marcó a su hijo con la impronta del pesado rigor luterano y los castigos físicos pero también los espirituales, tal cual lo reconoce él mismo en su calidad de víctima: “Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos y con Dios”, escribió Bergman en sus memorias.
Desde esa educación dogmática y cerrada el niño no solo se siente infeliz por los maltratos de su padre, sino que ya adolescente se aleja de su hogar frustrado por la incapacidad de la religión para dar respuestas a las dudas eternas sobre la existencia de Dios o lo fútil de una humanidad que ignora la razones de su presencia en este mundo. Mientras tanto se graduaba en Letras e Historia del Arte, estudiaba el Psicoanálisis y se inclinaba por la lectura de filósofos como Kant y Schopenhauer.

Vida en la morgue
Es ese es el fermento que alimenta una filmografía que tiene como punto de partida la angustia existencial de Bergman, plasmada en buena parte de los 40 filmes que dirigió y cuyo guión escribió. Uno de esos sería Las mejores intenciones con el cual que se proponía rememorar la niñez y el conflicto con sus padres. Solo que en un momento dado pudo más el respeto filial y el rodaje se paralizó cuando Bergman sintió que no podía seguir adelante porque el sentimiento de culpa no lo dejaba en paz. Sin embargo un discípulo del maestro, Bille Augusto, dirigiría la película y en 1992 se ganaría la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Pero lo cierto es que sin esos años de sufriente niñez Bergman hubiera carecido de la materia prima con la que definía sus historias, todas provenientes de su experiencia personal: “Mi trabajo es autobiográfico y lo es de la misma manera que un sueño transforma las experiencias y las emociones constantemente”.
Una de esas experiencias (narrada en sus memorias) ocurrió en la morgue del hospital de Sophia, donde su padre fungía de capellán y él, que tenía diez años, era amigo de Algot, el celador, quien por distracción, o por jugarle una broma pesada, lo dejó encerrado con el cadáver de una joven tapada apenas por una sábana.

Bergman confiesa que lo invadió la curiosidad, la excitación y el temor. Pero el deseo de saber y de sentir fueron más fuertes que el miedo y levantó la sabana que cubría a la joven. Primero le tocó el hombro, luego fue bajando la mano y la posó sobre un pecho “flojo” y de pezones negros. Dice no haberse atrevido a tocar el pubis, aunque tenía toda la intención, porque en ese momento se sintió observado, se prendieron las luces y él, asustado, corrió a la puerta que se abrió sin dificultad. El episodio también dejó huellas en Bergman y según él las pueden percibir quienes vuelvan a ver Persona, La hora del lobo o Gritos y susurros.