José Manuel López : “El jardín de los desventurados”
El maestro Armando Rojas Guardia hoy toma bajo su cuidado el poemario de José Manuel López D´Jesús ," El Jardín de los desventurados", y explica cómo el autor "ha hecho del sosiego su más preciado acorde ... a pesar de la situación histórica del país".

El sabio y lapidario diccionario etimológico de Corominas encuentra que uno de los más antiguos significados de la palabra ingenuo es “nacido libre”. Y es que la ingenuidad bien entendida y calibrada supone voluntad de inocencia. Por eso mismo el Evangelio nos invita a ser “ingenuos como palomas y cautos como serpientes”. Holderlin fue taxativo al designar a la poesía como “el más inocente de los oficios”: ingenuidad e inocencia se entrelazan. Sabemos que las tres metamorfosis preconizadas por Nietzsche consistían en pasar existencialmente desde el camello (“Tú debes”) pasando por el león (“Yo quiero”) hasta el niño (el santo y lúdico “Amén” por el cual el hombre dice “Sí” a la totalidad de lo real): esta niñez espiritual implicaba para aquel filósofo lo que él llamaba una “segunda inocencia”, esta vez asumida como “fatum”, como destino, convertida en fibra de la propia carne física, psíquica y espiritual del hombre. El “Amén” nietzscheano constituye una modalidad muy específica de la ingenuidad, en el sentido de que supone vivir en el ápice de una libertad reconquistada, siendo ésta el fruto mismo de lo que hemos llamado voluntad de inocencia.
Esta reflexión me la suscita la lectura de “El jardín de los desventurados”. Varios de los textos del libro aluden de manera muy directa a la inocencia. A la inocencia como estado del ser, como el trasfondo último de todo lo que existe y que sólo la poesía devela y, por decirlo así, logra tocar con sus limpias manos ajenas a cualquier tipo de pragmatismo utilitario. Y a la inocencia, también, como momento de la propia conciencia dispuesta a la tarea de entregarse al deslumbramiento que nos aguarda en las cosas si las contemplamos con la mirada más pulcra del corazón (la mirada que solo el poeta atesora en sí mismo como su más íntima joya).
De todos los poemarios recién publicados por “La Poeteca”, “El jardín de los desventurados” es el que ha hecho del sosiego su más preciado acorde. A pesar de la tragicidad que conllevan algunas de sus alusiones, francas y directas, a la actual situación histórica del país (el poeta no oculta que habla líricamente desde la ciudad de Mérida, a la cual describe a través de unas pinceladas verbales precisas, lapidarias); y a pesar de que todo el libro está signado por el dolor, la desgarradura existencial, el sufrimiento moral, no hay en esta poesía ni el más remoto énfasis en la constatación de cuánto y de qué manera se padece: ningún dolorismo, ningún regodeo masoquista, ninguna estridencia al enunciar que se sufre. Por el contrario, lo que más conmueve en estas páginas es la explícita labor de celebrar el jardín en el cual se aloja, pese a ella misma, la desventura: lo que se busca conscientemente es cantar al “ El jardín de los desventurados”, manteniendo delicada pero íntimamente unidos en un mismo continuo espiritual, verbal y poético el jardín y los desventurados.
Diría que es la melancolía el tono melódico de todo este poemario. Me ha traído a la memoria aquel libro clásico, Saturno y la melancolía. “El jardín de los desventurados” hace más que demostrar, es decir, muestra, que la tristeza puede ser también hospitalaria y magnífica. Basta que nos hagamos niños en su regazo, ingenuamente libres, inocentes.
