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99 años de Juan Rulfo

Una aproximación a la prosa de uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX

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El arte se encuentra en los detalles. Tengo grabadas en la memoria dos líneas de Juan Rulfo: «Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar». Esa cita es efectiva gracias a la puntualidad del símil: «un cuchillo sobre una piedra de afilar». La comparación nos ubica en el contexto justo donde nos necesita el narrador para evocar el entorno de la historia. La referencia nos transporta a la ruralidad donde esas herramientas son cotidianas; la imagen evoca la agresividad del filo contra la roca.

Otro ejemplo está en la pareja de hermanos que dan refugio a Juan Preciado en Comala. Esa pareja, ¿la última que queda en el pueblo?, evoca aberraciones y tabúes, al mismo tiempo que nos llenan con una sensación inabarcable de desamparo. Este tipo de personajes se quedan en nuestras cabezas y se ensanchan, crecen, como si funcionaran bajo la teoría de los cuentos de Julio Cortázar: el relato debe ser una semilla sembrada en la cabeza del lector, donde crece un árbol.

El arte es una falsificación de la realidad; pero también es una manera de forjar el sentido. El hecho de que una pieza se aloje en nuestra manera de percibir el mundo, corrobora su efectividad. Rulfo tenía esto muy claro: «Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad: recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación». Tan claro lo tenía que lo transformó en práctica de vida: falsificaba constantemente su nombre y su fecha de nacimiento para ajustarse al mundo artístico.

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Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno nació el 16 de mayo de 1917 y este año se cumplen cien años de su natalicio. Pero ese escritor se inventó un nombre, Juan Rulfo, y un año de nacimiento, 1918, para ajustarse a la generación que compartió con Juan José Arreola. Por eso, quizás debamos celebrar los 99 años de la ficción. Rulfo sabía que lo mejor que se puede hacer con la realidad es falsificarla. Así se lo dijo a su novia, Clara Aparicio, cuando se iban a casar. A ella le faltaba el acta de nacimiento y él le recomendó que fuera al registro civil para sacarla de nuevo: «Así puedes escoger el lugar que más te gusta para haber nacido», y con ese chiste resumía su actitud ante la vida.

La cuestión está en qué sentido se extrae de esas mistificaciones. La lectura del mundo de Pedro Páramo es inquietante, pero cifra mejor nuestra existencia que muchos de los mitos e historias simplistas y alentadores con los que nos quieren embaucar. La revisión tradicional nos dice que la obra trata sobre la búsqueda de unos orígenes fallecidos, secos. Juan Preciado busca a su padre, un tal Pedro Páramo. Como señala Julio Ortega, la expresividad del nombre es ineludible: «Pedro (piedra) Páramo (desierto) simboliza también la muerte y el deterioro que suscita el poder». Este crítico destaca una interesantísima analogía con Telémaco, el hijo de Odiseo que sale a buscar noticias de su padre. El problema que tengo con esa idea es que la historia griega expresa un linaje en crecimiento y desarrollo; Telémaco es una ramificación de Odiseo, su vástago. En cambio, si leemos la novela de Rulfo con atención descubrimos otro funcionamiento.
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Pedro Páramo no tiene un hijo que representa su extensión o desarrollo. Su vida no crece, no se alza ni se diversifica. Su existencia es un ciego impulso de rencor que se replica repitiendo el mismo principio infértil. En tres de sus hijos se ve ese efecto: Miguel, Abundio y Juan Preciado. El primero es el único hijo reconocido y repite el espíritu de su padre hasta que fallece y queda muerto en vida, transitando como una sombra por los montes de Comala. Juan, que da inicio a la historia, deja su tránsito para buscar la herencia que su progenitor le privara. Abundio acuchilla a Pedro después de que le niega «una ayudita para enterrar a [su] muerta». Así se completa el círculo de rencores que envuelve la historia.

El odio, la inquina, el resentimiento, el encono, estancan el desarrollo de la vida, la obligan a repetirse en círculos. La obra abre con el último personaje que atraca en Comala, Juan Preciado; cierra con el asesinato de Pedro Páramo. El discurso del relato es lineal, va de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, como la escritura. Pero el tiempo retrocede. Mientras tanto, los habitantes del pueblo siguen repitiendo sus historias de vida para que no mueran pero permanezcan igual.

Esa manera de leer a América, entendiéndola como un constante regreso a la misma anécdota irresuelta, es inquietante. Que estemos condenados a una existencia absurda y reiterativa, es una pesadilla kafkiana. Pero quizás allí esté la clave de la tierra.