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La creación del narrador

El director y escritor Roberto Renána, hace un ensayo sobre el papel del narrador en la literatura

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En El desafío de la creación, el único texto que conozco donde Juan Rulfo se refiere a su manera de hacer –cortante como toda su obra– , se lee:

«Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia…»

Esto, tomado a la ligera, pudiera sonar a verdad de Perogrullo, o aun a verdad a medias, si se duda de que la quintaesencia de un arte puede residir en un sencillo aforismo; como es el caso; porque, según entiendo, Rulfo cifra aquí todo lo que un autor de narraciones debe considerar a la hora de enfrentarse a su trabajo. En estos tres pasos y, en un par de elementos más que también menciona; a saber, la imaginación y los temas; pero que no trataré aquí. De hecho, me gustaría concentrarme únicamente en el tercero de ellos: «cómo va a hablar ese personaje». (En la importancia de la creación del personaje me parece que no es necesario insistir. Si bien esto de «el ambiente donde ese personaje se mueve» hace pensar que, para Rulfo, argumento y ambiente, si de cuento se trata, se encuentran estrechamente relacionados y, dicha idea bien merece un análisis aparte.)

Pero retomemos… Lo primero que me gustaría señalar es lo siguiente:

Teniendo en cuenta que, por encima de la narración y la descripción, la voz es el elemento fundamental a través del cual se caracteriza a un personaje literario, y que el narrador es el personaje que cuenta, todo narrador, incluso un narrador omnisciente en tercera persona –no ya un narrador personaje, que sería nuestro narrador modelo por excelencia, ya sea principal o secundario–, debería estar caracterizado como un personaje más, de modo que el autor sea capaz de saber exactamente cómo se expresa para, como un ventrílocuo, contar a través de él.

Ya en La poesía gauchesca, uno de sus primeros ensayos, Jorge Luis Borges apunta algo que me parece esclarecedor sobre este particular: «En mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar es haber descubierto un destino». ¿Cómo contradecirlo?

Tal vez valga la pena detenerse un momento en la definición de narrador. Para ello me remitiré a la que ofrece Mario Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista:

«…Un narrador es un ser hecho de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquél vive sólo en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su existencia),…»

El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa –mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio–  depende que estos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres y caricaturas. La conducta del narrador es determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial de su poder persuasivo.

La creación del narrador entonces –si tomamos esta definición por cierta–  se me antoja el mayor empeño creativo del autor de ficciones. Me explico. Todo acto narrativo lleva implícito la existencia de un narrador –aunque no dudo que en algún caso el autor descuide y aun desconozca esta instancia y sencillamente le preste su voz–. Sin embargo, la creación a consciencia de esta entidad, de este personaje, de esta voz inconfundible, cargada de una psicología propia, de una ideología propia, perfectamente adecuada a la historia que cuenta es un paso decisivo en el trabajo del autor de ficciones. De hecho, si se mira bien, los más grandes autores sólo llegan a producir un narrador –o unos muy pocos semejantes entre sí– a lo largo de toda su vida. La creación del narrador es, en última instancia, el hallazgo que hace el autor de su propia voz, una voz tan personal como la mirada de los pintores impresionistas –es imposible confundir un Gauguin con un Van Gohg; como es imposible confundir un Borges con un Onetti–.

Pero, detengámonos un momento ¿No estaremos confundiendo Narrador y Estilo?

Sobre el estilo, Anderson Imbert, en su excelente ensayo La prosa, modalidades y uso, señala: «Gracias a tal revolución estilística las páginas de Unamuno, Valle-Inclán, José Enrique Rodó, Azorín, Antonio Machado, Gabriel Miró, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier son tan inconfundibles como las caras de nuestros amigos». Nótese que en la mayoría de los casos Imbert se refiere a narradores; incluso el «prosista» Machado, no lo es sino a través de su heterónimo, Juan de Mairena –a los efectos, una suerte de narrador en tanto «ser de ficción al igual que los otros». Más adelante en la misma obra, Imbert agrega:

Se ha dicho que, en la evolución de la novela hay un momento en que el autor empieza a desaparecer y al final ya no lo vemos. ¡Ojo! No desaparece: solamente se disfraza, se esconde entre espejos. Como en los espectáculos de magia, si no lo vemos es porque está ahí, ocupado en trucos ilusionistas para que no lo veamos, tanto más presente cuando más ausente nos parece.

Yo desarrollaría: posiblemente el primero de los espejos en que se esconde el autor es el narrador; y, ni siquiera Flaubert, que se esforzaba tanto en ocultarse, logra estar ausente allí; es más, su presencia se percibe justamente en la pretendida objetividad de su narrador, tanto como la de Proust, Céline o Camus, a través de los suyos –tan distintos entre sí– sin que esto implique necesariamente una intervención perturbadora del autor en lo narrado.

La eficacia narrativa

Veamos ahora cuánta diferencia hay en la narración de una situación semejante por dos narradores semejantes (ambos en tercera persona, si bien ambos de una omnisciencia moderada, lo bastante cerca de la mente del protagonista como para saber qué siente y piensa éste.)

Primero papá Borges:

«…Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma, como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.»[1]

Ahora tío Onetti:

«Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa –la más brutal, la más anémica y decepcionante–, cualquier cosa útil para su soledad o su ignorancia. No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos. Sólo obtuvo, aceptó, el sabor del hombre manchado por el sol y la playa.»[2]

Es evidente que, a pesar de las semejanzas de lo narrado: podría decirse, haciendo el ejercicio de deshacer torpemente el gesto creativo que vengo destacando: dos mujeres enfrentadas a situaciones sexuales complejas. Es evidente que, a pesar de las semejanzas, las razones por las que se dan y cómo se dan en cada cuento estas situaciones, son distintas, lo cual es motivo más que suficiente para marcar una diferencia radical entre una narración y otra. Sin embargo, por encima de estas diferencias, y más aún, de sus semejanzas –la construcción metonímica de la narración, por ejemplo, por parte de ambos narradores, puede percibirse una diferencia más profunda, la de la voz inconfundible de cada uno de ellos: metafísico el primero; desencantado el otro.

Hubo un momento hacia la mitad de su carrera en que Cortázar comenzó a decir que escribía cada vez peor. Sin ánimo de canonizar la totalidad de su obra, creo que esa era una manera ligera de referirse al tema que venimos tratando, y que coincidía en su proceso creativo con su comprensión del procedimiento de la creación del narrador, una entidad que tiene incluso la libertad de expresarse mal en términos gramaticales, pero con eficacia narrativa.

En el prólogo de Jaime Alazraki a la edición de Rayuela de Biblioteca Ayacucho, encuentro esto –ya nada ligero–  que Alazraki a su vez encontró en La vuelta al día en ochenta mundos: «…en todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la expresión de ideas y sentimientos y accede a ese estado límite en que ya no cuenta como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado». Y remata Alazraki: «La fábula de sus cuentos [los de Cortazar] pareciera organizarse según un orden que emana del tono preciso y ambiguo con que aquella se va enunciando. Emana –agregamos nosotros–  de la voz del narrador, no del autor, no del hombre.

Cuando comencé a leer  lo hacía más que por el interés en las historias, porque sentía que en los libros se hablaba de cosas que en la vida la gente solía tragarse, o mentar sólo por lo bajo, y que eran importantes. Entonces no me había dado por la locura de escribir y no tenía idea de que, como sentenció Roland Barthes :«quien habla (en el discurso) no es quien escribe (en la vida) y quien escribe no es quien es». O sea, que el autor y el narrador son entidades diferentes. Luego aprendí a paladear las historias, y a sentir como viejos amigos a los personajes que las protagonizaban. Ahora ha pasado el tiempo, y, al mirar mi biblioteca, compuesta por los pocos libros que intento conservar para releer, me doy cuenta de que me he convertido en otro tipo de lector; uno que ya no lee para evitar la omisión insoportable de las verdades de la vida, o el vocerío fatuo de los otros; ni para disfrutar de una buena historia –no puedo evitar recordar que Shakespeare tomaba sus argumentos de cualquier parte–; aunque una buena idea siempre estimule mi imaginación, incluso si no se encuentra en un buen libro. Me he convertido en un lector que lee, acaso para escuchar a un viejo amigo, sí, pero –sobre todo– para apreciar la belleza de esa voz que cuenta, esa voz única como cada uno de los instrumentos de la orquesta; una especie de lector más bien estético, tal vez porque una desviación profesional me ha forzado a estudiar constantemente en lugar de sencillamente leer. Por eso ahora sólo me interesa regresar a los libros cuyos narradores –cuyas maneras de contar– bien valen el tiempo que se les dedica. Buena parte de la literatura latinoamericana del siglo XX, hasta el, en cierto sentido fatídico Boom, goza de esta virtud. El trabajo de creación de los narradores de Lino Novás Calvo –empiezo por casa– , Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Juan Rulfo… es notable; tal vez por ello, las obras de estos autores se encuentran entre mis preferidas.

[1]    Emma Zunz, Jorge Luis Borges, Prosas, Círculo de lectores, Barcelona,1975, p. 401

[2]    Tan triste como ella, Juan Carlos Onetti, Cuentos completos, Santillana, España, 2003, p. 293