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La edad de la ciruela: tiempo para la nostalgia

La obra, original de Arístides Vargas y dirigida por Jean Helmuth, habla de la soledad, la melancolía y el exilio

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El IV Festival de Jóvenes Directores sube el telón con el montaje  La edad de la ciruela, original de Arístides Vargas, espectáculo que podrá disfrutarse en la sala Espacio Plural de Trasnocho Cultural desde el 19 hasta el 28 de enero.

Manuelita Zelwer como la abuela Gumercinda. Fotografía: Edisson Urgilés

Kathy Peralta, Danysa Millán, Haydee Peña, Gryselt Parra, Vanessa Peralta, Manuelita Zelwer, Verónica Arrellano, Prakriti Maduro y Ana Castelucci son las actrices que dan vida a una familia de particulares mujeres sin hombre cuyo último recurso es la cursilería, el escudo de las mujeres solas. Celina y Eleonora son las más jóvenes de la familia y quienes nos conducen en este viaje hacia la memoria fragmentada y reconstruida —quizá fabulada— de las abuelas, tías y la madre que les dieron forma. Este recorrido se lleva a cabo a través de un intercambio de cartas que revelan el mundo privado de las ciruelas.

La propuesta escénica de Jean Helmuth está repleta de notas nostálgicas que construyen una atmósfera cónsona con la envolvente dramaturgia de Vargas. El escenario, bañado por ciruelos floridos y acompañado por el sonido acústico de guitarra y mandolinas, crea una sensación de suspensión temporal que materializa algunas de las ideas rectoras de la pieza. El diseño de vestuario, en su simpleza, concentra el espíritu del text

Ana Castelucci como la abuela María. Fotografía: Edisson Urgilés

o dramático. La selección de los objetos escénicos es idónea, lo cual propicia una relación sutil y eficiente con el espectador.

La edad de la ciruela es sin duda una de las piezas del repertorio latinoamericano contemporáneo que apunta hacia las fibras más sensibles del espectador, a partir del uso de un lenguaje poético se aproxima a las esferas del realismo mágico para plantearnos problemas en torno a la soledad, la melancolía y el exilio. Frente a una dramaturgia que propone estos temas debemos (re)pensar(nos), ir más allá de la metáfora y reconstruir sus significaciones para comprender el presente. Esto último me resulta importante porque no tiene sentido, al menos desde mi perspectiva, hacer una puesta en escena que no se comunique de forma eficiente con el espectador para hacerlo reflexionar sobre su situación y la de los otros.

Verónica Arrellano como la tía Adriática. Fotografía: Edisson Urgilés

Existen varios tópicos que hilan un discurso cargado de melancolía, como señala uno de los personajes: la melancolía es la conclusión a la que se llega cuando se diluye la frontera entre la tristeza y la ridiculez. Ese estado suspende el tiempo y a la vez moviliza las vidas de estas mujeres marcadas por un sino familiar embebido, macerado y degustado entre vino y vinagre de ciruela.

Particularmente me interesa reflexionar sobre dos ideas que expone el texto y que constituyen momentos cruciales en la puesta en escena. En primera instancia, la imagen del aeropuerto como el espacio para la huida y, en segundo lugar, el abismarse o postrarse frente a la elección.

El aeropuerto es una imagen cada vez más recurrente en nuestra cotidianidad. El exilio constituye un punto de partida pero también el fin de una historia, tal vez, nuestro mayor temor ante la posibilidad de la huida es experimentar “la sepultura en el aire”, frase expresada por uno de los personajes y que me condujo a pensar inmediatamente en el tránsito entre la salida y la llegada, ese espacio de tiempo entre lo que se deja y lo que se va a encontrar. Esta sepultura aérea implica una forma de muerte para quienes dejan la patria y se aventuran hacia nuevos horizontes, ese espacio no puede estar decorado con flores sepulcrales. El adiós es otoño porque representa la madurez e invierno porque es desprendimiento, será el ejercicio de la memoria lo que traerá de vuelta los fragmentos de esos momentos vividos con el calor del verano.

Haydee Peña como Blanquita, la sirvienta. Fotografía: Edisson Urgilés.

Otro de los asuntos interesantes, les decía, se vincula con la posibilidad de abismarse y/o postrarse frente a la elección. ¿Qué eligieron estas mujeres?  Ser árboles o pájaros, es decir, echar raíces en los hijos, en el apego a la tradición que representa la seguridad de la casa materna o la elección de volar hacia la libertad, arrojarse al viento para olvidar y recomenzar.

La pieza disonante, a mi modo de ver, es que el personaje de Blanquita —la sirvienta— tuviese que recurrir al empleo de un lenguaje innecesariamente vulgar. Comprendo que la búsqueda de la liviandad que ofrece la risa pueda sostenerse sobre este tipo de estrategias pero creo que no le hace falta. Este personaje es fabuloso, con un encanto tan genuino que las risas del público no le hacen justicia porque provienen de algo que desvirtúa su naturaleza. Podrán estar en desacuerdo conmigo.

Prakriti Maduro como la tía Jacinta. Fotografía: Edisson Urgilés

La invitación es ir al teatro a reír, llorar y reflexionar sobre nuestra condición de receptores de adioses y aventureros de nuestra vida en tránsito. Pensar si somos árboles o pájaros.