La hija de la española: realidad y ficción
Sobre la primera novela de Karina Sainz Borgo, que ha tenido una arrolladora difusión editorial, escribe la narradora Krina Ber. "La hija de la española", publicada en 22 países, ya es un fenómeno internacional y también un gran aporte a la literatura venezolana actual.

Me alegra el éxito de esa novela. Hay que celebrar cuando desde la masa verbal de todo lo que trata de Venezuela emergen obras literarias de calidad. Y más cuando llegan al nivel de difusión de esa.
Creo en el poder de la narrativa de ficción. Una novela que habla de nuestro desastre no arregla nada, pero tiene una ventaja sobre los reportajes, crónicas, posts, tweets y videos que nos inundan a diario y se esfuman el día siguiente negados por otras opiniones, opacados por otras noticias. Estamos saturados de desgracias ajenas, diestros en simplificarlas en esquemas digeribles. Pero un libro nos llega de otra manera: el horror de las escenas de la calle y del hospital, la ceremonia del entierro de un malandro. La angustia de la protagonista ante el abuso de un funcionario corrupto cuando está a un paso de salvarse, o cuando una extraña le abre la puerta de su propio apartamento, ataviada con la mejor blusa de su madre. Se puede criticar una novela y hasta quemarla… pero no se puede desmentirla. La narrativa de ficción cuenta con una misteriosa condensación que multiplica su poder.
Para mí, la ficción eficaz ocurre cuando la realidad bascula apenas un poco hacia un formato narrable: ese pequeño exorcismo que la visibiliza y potencia. La hija de la española hace exactamente eso. Ninguno de los sucesos evocados, por más horrendos que sean, es inventado. Los vemos en la calle y en los videos, tocan a personas cercanas, circulan a diario en nuestras cadenas de WhatsApp. El mérito de la ficción es el de agruparlos en torno a una protagonista con la que cualquiera pueda identificarse. Una mujer común y corriente a quien le ha tocado ser testigo y víctima de la descomposición del mundo donde la violencia totalitaria y la impunidad han corrompido todas las capas del tejido social.
Tras el entierro de su madre, la única hija se atrinchera en su casa mientras en la calle los guardias y paramilitares reprimen a manifestantes y vecinos. Durante una de sus inevitables salidas, las “brigadas revolucionarias” que comercian con las dádivas del gobierno invaden su apartamento. No hay matices como en la invasión mucho más compleja, narrada en Patria o muerte (2015): aquí es una brutal manifestación de poder; la dictadura ya desechó las máscaras de legalidad. Golpeada y despojada de todo, Adelaida se encuentra sola en las escaleras. ¿Qué hará? Sus pasos serán dictados por el instinto de sobrevivir y un inesperado golpe de suerte.

El ritmo de los acontecimientos es tan vertiginoso que ni siquiera lo frenan los fragmentos del pasado de Adelaida entretejidos en el presente. Esos recuerdos pintan un paisaje perdido y conmovedor, aunque también duro, sin maquillaje. Creció en Caracas donde la clase media venezolana recién salida del campo por su propio esfuerzo —como su madre, una maestra— se mezclaba bajo el sol con emigrantes de la devastada Europa. Frente a esa capital que parece perseguir, sin nunca alcanzarlo, el sueño de desarrollo y modernidad se alza su contrapeso arcaico, matriarcal y misterioso: Ocumare, el pueblo de origen, y la casa de las tías solteras.
Los episodios de la infancia tienen carga simbólica. La visita al museo realza la figura materna, clave de la cultura venezolana. El huevo en la manita infantil viaja intacto hasta Caracas pero se rompe al llegar, como puede romperse a cada paso el hilo de salvación de Adelaida. La “casa del arquitecto” al final de ese pueblo de techos de zinc destila modernidad y belleza invadida por hierbajos y vagabundos: clara metáfora de lo que era el país antes de su destrucción por el poder totalitario. Trataba sin lograrlo, aspiraba a más, se construía desde raíces profundas. Ahora es un campo minado con las referencias ciudadanas en escombros.
La hija de la española se suma al acervo de ficciones construidas por nuestros escritores con la materia viva de estos últimos años. En mi memoria destaca la mirada irónica y mordaz de Juan Carlos Méndez Guédez; destaca la maestría con la que Alberto Barrera Tyszka, en Patria o muerte, narra la psicosis social aunada a la figura de Chávez. La novela The Night, de Rodrigo Blanco —magnífica autopsia de la oscuridad humana— arranca en Caracas sumida en las tinieblas de una falla eléctrica que duró cinco horas: hecho insólito en 2010. Hoy Venezuela ilustra la frase final de La hija de la española: “En Caracas siempre es de noche”. El 7 de marzo contribuyó a promocionar su lanzamiento con el primer mega apagón en todo el territorio nacional, que duró tres días con largas replicas, velas, pánico y tobos de agua.
La oscuridad es real y literaria; es alegoría, metáfora y un monstruo que nos paraliza devorando teléfonos e internet, comida en los frigoríficos y vidas en los hospitales. Y en esa oscuridad, en la que solo brillaba la ventanilla de mi Kindle, leí La hija de la española con ese particular rechazo de quien reconoce su propia realidad descrita con despiadada lucidez y no quiere deprimirse más leyendo sobre ella, y sin embargo fascinada por su contundencia, ritmo y belleza narrativa. Y con la sensación de que algo así es lo que yo misma habría querido escribir, si hubiese podido.
Pero no puedo. Estoy hundida en la oscuridad real, y la elaboración simbólica de la realidad requiere distancia. Distancia en el tiempo, siempre, o en el espacio —geográfica y anímica— como la de los escritores de la diáspora venezolana. La distancia no ayuda a desconectarse, pero sí a procesar el desastre dejado atrás. Karina Sainz Borgo lleva doce años inmersa en la vida cultural de España: algo como un tercio de la suya. Ante el hundimiento de su país tuvo la distancia necesaria para madurar el duelo, la ira y la narrativa para expresarlos.
El éxito de esa novela no se debe solamente a lo oportuno del momento mediático aunado a una narrativa eficaz y con todos los rasgos de un thriller. Hay también algo menos tangible: es una primera novela que se tiene atravesada en la garganta. Y eso fue lo que sentí al leer La hija de la española en la desolación sin luz de la noche venezolana.