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Las trampas de la nostalgia

Víctor Alarcón

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             Madera Fina cierra el 2017 con Señas de una generación, de Adriano González León. Presentado por el hijo del gran novelista, Andrés González Camino, el libro se abre para ofrecernos veintitrés textos que dibujan los rostros de diversos escritores que acompañaron al autor de País portátil en su vida cultural. Después de una Nota bene donde nos explican que el título “fue presentado originalmente” como requisito para ascender “en el escalafón universitario” y una introducción donde ya reconocemos el estilo del ballenero, Oswaldo Trejo es el primer nombre del selecto índice.

Más que de ensayos o notas críticas, podríamos hablar de semblanzas, la descripción libre de los personajes que poblaron el mundo literario de los años sesenta y setenta en Venezuela. La prosa de González León, esa que disfrutamos en Las hogueras más altas o en Hombre que daba sed, se despliega con la efectividad onírica que la caracteriza. Desde la primera línea nos embarga una atmósfera particular que guía hasta el punto y final. Así el talante crítico es suplantado por el tono poético que celebrara Miguel Ángel Asturias en el prólogo a Las hogueras más altas: “seduce la lectura” en la que “la realidad, inasible y huidiza, va y viene humedecida de un relente de fuego de costas húmedas, entre goterones de ceguera verde”. La labor analítica, entonces, la promesa de una revisión rigurosa de los autores, se deja de lado para ofrecer una reflexión descriptiva que antes de adentrarse en los nudos de las obras evaluadas, da particular importancia a sus títulos.

El objetivo primordial de muchos de estos artículos, me parece, es conjugar la obra poética con el trayecto vital de su autor. Mejor dicho, descubrir la correspondencia rigurosa entre las prácticas del ser humano devenido escritor y lo plasmado en la escritura. A veces uno siente que la condición sine qua non para que un autor sea considerado de valía es la linealidad plana entre su poética, su elaboración literaria y sus costumbres personales. Así leemos en el capítulo dedicado a Rafael Cadenas:

Todos sus poemas han girado hasta ahora en torno a un desacuerdo entre su verdad íntima y la verdad de los demás. Los lectores y los críticos han hallado una estrecha correspondencia entre su expresión poética y sus hábitos existenciales.

En otro nivel, Señas de una generación inserta a Madera Fina en la nueva costumbre del mundo editorial: rescatar a los olvidadísimos literatos de la llamada década violenta. Por supuesto, no me refiero a compilaciones más que necesarias en el mundo lector de Venezuela. Esta misma casa editorial nos ofreció Así que pasen cien años. Crónicas reunidas, de Elisa Lerner, y subsanó una necesidad evidente de nuestro universo cultural. Otro tanto ha hecho El Estilete, por ejemplo, con La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, y Cuentos completos, de Ednodio Quintero, que acaba de salir al mercado. Estos títulos, entre otros muchos que olvido, vienen a satisfacer una aspiración lectora que, sinceramente, era una necesidad.

Sin embargo, no me interesa la celebración que ya ha sido aplaudida, sino la curiosa práctica que genera extrañas distorsiones. Quizás el mejor ejemplo sea la colección de El Perro y la Rana con que se recuperó el trabajo desarrollado por los miembros de El Techo de la Ballena. En el 2016 se reeditaron varios títulos que son parte de nuestra tradición oficial: ¿Duerme usted, señor presidente?, de Caupolicán Ovalles; Dictado por la jauría, de Juan Calzadilla; Los venenos fieles, de Francisco Pérez Perdomo; Asfalto-infierno, de Adriano González León; y Sube para bajar, de Edmundo Aray. Con la canonización política y literaria que han tenido esos nombres, se habría esperado una edición crítica como la que supo hacer esta casa con Desencuentros de la modernidad en América Latina, de Julio Ramos, o la recuperación de Un crimen misterioso, de Lina López de Aramburu «Zulima», acompañada del oportuno prólogo de Ángel Gustavo Infante. En lugar de eso, se ofrece casi una reimpresión del texto original en el mismo formato e intentando imitar las mismas formas de las plaquettes de El Techo de la Ballena. Casi un fetichismo editorial. ¿Cuál es el objetivo? ¿Rescatar el espíritu de la época y revestir nuestra realidad con los códigos que idearon los artistas de El Techo para explicar la suya? ¿Sobreponer las imágenes de Daniel González como un fantasma subversivo para sostener unos nombres que ya tienen su lugar en la institucionalidad? Por otro lado, ¿no se está traicionando la intención original? El objetivo de ese tipo de impresiones, hechas con los materiales que se tenían a mano, con poco tiempo y recursos, para ofrecerlas con rapidez y violencia a los lectores, era recuperar el mandamiento del Dadaísmo. En este sentido, el homenaje parece destruir el sentido original de la mistificación. Sin lugar a dudas, cuando Marcel Duchamp propuso un urinario como obra de arte, realizó una transgresión que era, por eso mismo, una obra de arte. Pero el advenedizo que asiste a su primera exposición con una poceta no es un revolucionario, tan solo un burdo  copista.

Es cierto que las reimpresiones referidas, con sus brevísimos prólogos y sus cronologías telegráficas, son el caso más notorio. Pero las librerías se han visto inundadas de reimpresiones de ¿Duerme usted, señor presidente?, premios con el nombre de poetas certificados y manuscritos perdidos y vueltos a hallar. Ahora le toca el turno a Madera Fina para presentar “su feliz e indiscutible hallazgo literario”, como reza en la contraportada. ¿Cómo dudar de la calidad de la prosa de estas Señas…? ¿Se pueden poner en tela de juicio los nombres enumerados en la solapa? Difícilmente.

Ahora bien, es complejo deglutir la idea de sorpresa, descubrimiento y novedad, en un trabajo que se conserva archivado en la Universidad Central de Venezuela y que, además, se ofreció parcialmente en el Papel literario. Por supuesto que el de Madera Fina solo es el caso más reciente, basta revisar los catálogos para encontrar al discreto fantasma del pasado intentando apoderarse de nuestro horizonte de expectativas. Es imposible borrar la tradición, eso es indiscutible, pero la pregunta es si debemos aceptar el disfraz de nostalgias por un mundo cultural pretérito. También cabría cuestionarse por qué ocurre esto.

Es más, el verdadero cuestionamiento, ese que solo se hace en el silencio de la consciencia es por qué nosotros, los lectores, seguimos el juego. Leer es el mayor acto de voluntad; solo se puede ir de izquierda a derecha y de arriba abajo, sin brincos, decodificando con lentitud y paciencia. Al mismo tiempo, es la construcción de una nueva perspectiva, hallar la profunda subjetividad ajena. Pero repetir viejos actos de lectura y celebrarlos como una innovación inusitada no tiene mucho sentido, es como no bajarse y seguir dando vueltas alrededor de la noria.