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Luis Rivas se despidió de su verdadero reino: las tablas

No era un "enfermo imaginario" pero de Jean-Baptiste Pocqueline, Moliere, conocía los tartufos de la vida real...

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Hay ciertamente muchos Luis Rivas en el buscador de Google, pero sólo uno que nos concierne y nos atañe, el versátil actor, el impagable amigo. El telón se cerró para él en silencio y con la discreción que vivió; no hubo aplausos ni celebraciones en la taberna de entonces cuando la función lo ameritaba, sólo dolor y rabia. Un coma diabético lo arrastró en el deslave de los estantes vacíos persiguiendo el maldito Glucofage, el desterrado Metfor y todo el inútil repertorio alternativo que le prescribía el médico para arañarle unos puntos a  los indetenibles picos glicémicos. No era un enfermo imaginario pero de Jean-Baptiste Pocqueline, Moliere, conocía los tartufos de la vida real, llegando a interpretar a más de uno.

Todos los Luises. El buscador de Google y los comunicadores del presente le asignaron un lugar consagratorio en el reino del espectáculo que más bien resulta excluyente: el Gordito de Michelena, el rubicundo general que según las puyas de El Gallo Pelón (antecesor graterolachano de El Camaleón) correteaba en La Orchila a mujeres en una Vespa del tamaño de su estatura moral; el dictador en suma que hace 59 años se fue huyendo del país, sobrepasaba con creces el personaje de Estefanía y en cambio producía verdaderas aprobaciones cuando encarnaba convincente el papel asignado en el insustituible teatro.

Luis era un actor con fuerza interior que plasmaba sus expectativas actorales, como lo demostró con su monólogo Conferencista y millonario que era más bien un pretexto para el regodeo hamletiano. Fue docente y además articulista e investigador de la historia teatral.

Aplaudido en La sólo mata gente, con Fausto Verdial y la bomba argentina Cipe Linkowsky; en Una noche oriental, de Cabrujas; en Todo bicho de uña, de Román Chalbaud; en Homicidio culposo (cine), en los personajes  de Radio Rochela y Cheverísimo, que asumía con una comicidad mesurada. En las noches delirantes de La Guacharaca. El paso por VTV cuando Almorzando con Orlando lo convocaba con Ben Ami Fimah y con no poco lucimiento imitaba a las figuras estelares, sobra decir que Arturo Uslar Pietri, Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera y Gonzalo Barrios eran los blancos preferidos de sus mordaces imitaciones. El comentarista internacional Walter Martínez, estrenando parche, fue objeto de sus parodias para su disgusto. –Para lo que hay que ver–, concluía Rivas la performance, –con uno ojo basta… en lugar  de indicarle al señor director que dispusiera de las cámaras.

José Ignacio Cabrujas descubrió sus dotes en RCTV y para no desaprovechar el talento del Gocho se las ingeniaba alargando apariciones a sus personajes en las tramas, lo que incidía en la paga mensual. Cabrujas lo fichó para el estreno de El día que me quieras en 1979 asignándole el papel de Le Pera que Luís Rivas interpretaba magistralmente. Gardel era Jean Carlos Simancas, María Luisa era Gloria Mirós/Manuela Selwer, Pío Miranda era igualmente compartido por el mismo Cabrujas y Fausto Verdíal, Amalia Pérez Díaz era Elvira, Tania Saravia era Matilde y Plácido Ancizar era Freddy Galaviz. Un elencazo. Luís era egresado del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile, de rigurosa formación, y el acento sureño se le daba solo; sólo tenía que cruzar la cordillera de Los Andes y apropiarse del dejo argentino que le brotaba sin esfuerzo. Por eso su Le Pera era natural, exultante.

De esas inolvidables temporadas en el Teatro Alberto de Paz y Mateos con disímiles públicos que perseguían la memoria de Juan Vicente Gómez (la Generación del 28 estaba viva y activa), la tragicomedia de la izquierda (el MAS y su 8% histórico), la seducción de Simancas entre las jovencitas, los Ancizar y su dudoso abolengo; del verbo erudito y jocoso de Cabrujas; el tango…De ese cóctel nacional vino la expresión “pantaletear” como sinónimo de admiración e histeria femenina. Y quien se llevaba las palmas con suspiros y vahidos entre las pavas era, a que no adivinás, Jean Carlos Simancas con su gran apostura y elegancia y en momentos en que la impronta argentina pesaba en nuestra cotidianidad (éramos el Panamá de los sureños, en Caracas no cabía un argentino y los chistes xenófobos volaban de boca en boca, qué querés que te diga, che).

Las mujeres enloquecían por Simancas, y Le Pera ¿qué pasa con tu personaje, Luís? Qué cabía esperar de un personaje lisonjero con el Zorzal (Cómo cantaste Carlitos, aquí habrá que ponerle otra fecha a la historia) que cuando llega al Majestic se mete en la cocina a sopetear entre las ollas.

Formado en un país de tradición histórica como Chile, Luis Rivas Lamus asumía sus personajes previo estudio de los mismos. No le bastaba aprenderse sus parlamento y dejar lo demás a su buena escuela. Hacía estudios e investigaciones para compenetrarse con el personaje y sacarle el mayos provecho posible. Un ejemplo que le encantaba poner era la actuación simiesca que Marlon Brando le impuso a El Padrino y para lo cual hizo detenidas observaciones en los zoológicos frente a las piezas mayores. Un mafioso, un ser totalitario está no por casualidad familiarizado con la gestualidad del gorilaje. En La sólo mata gente a Luis le tocó representar a un perro, un perro enorme que le saltaba de afecto a Cipe Linkowsky. Fue un calvario contenerse para no abrazar a aquella mujer espectacular, argentina (de qué estamos hablando, che, no hubo estudios para medir los interiorazos), sin poder hablarle y contentarse con sólo decirle perrunamente smmrff, smmmarff. Rivas buscó el perro de la obra, lo estudió en todos sus detalles y gestos y cuando se subió al escenario el director Cabrujas tuvo una preocupación menos; le tocó, sí, que lidiar con la intimidante presencia de la Cipe pero ese ya es otro ladrar…