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Para recordar la época Súper 8 de Diego Rísquez

El texto que sigue fue leído a modo de presentación de la cinta "Orinoko, Nuevo Mundo" en el ciclo homenaje al director que culmina en el Trasnocho Cultural el próximo 26 de abril

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Bolívar, Sinfonía Tropikal fue para mí una revelación. Tendría yo unos 18 años, o poco más, y era un superochero aficionado. Caracas, aquella, daba residencia a uno de los pocos festivales en el mundo de ese formato desdeñado por amateur, pero que dada tal inocencia y su accesibilidad lo hacía soporte propicio a la experimentación con la imagen.

En el Festival del Nuevo Cine Super 8 de 1979 o 1980, mi memoria ajusta el estreno de ese primer largometraje de Diego Rísquez realizado en el formato de marras. Si digo que fue una revelación no es porque lo hiciera consciente en ese momento. Cierta admirada perplejidad que se mezclaba con la risa interior tuvo lugar. Hoy en día, el cine de Diego Rísquez, el de aquella primera época del artista, que por consenso es llamada la Trilogía de la K, sigue siendo una revelación: el advenimiento de una obra que no reclamaba ser comprendida, sino ser asombro para su propio creador. Diego tenía mucho de homo ludens, y su juego con las imágenes se antoja una búsqueda del olvido estético, aunque muy laboriosa, concebida en detalle y puesta en escena con rigor y precisión de un artesano singular, un empeñoso Hefesto, de incansable intuición. Y el gozo del demiurgo durante la concepción y realización se proyecta como maravilla en la pantalla.

La secreta hilaridad que asaltaba al espectador ingenuo de entonces se debía al desconcierto de asistir a la representación de la iconología nacional, vale decir todo ese imaginario poblado de héroes a caballo, tan trajinado siempre desde el poder con antipática pomposidad, en la oportunidad que ofrecía el innovador cineasta: una puesta en escena desmitificadora, pero de innegable resultado estético, o una estética venezolanista, pero del todo avant la lettre, o al menos puesta al día. Porque la postura de Diego Rísquez, él lo afirmaba siempre, no era negadora, sino que buscaba otro país, uno más verdadero, a través de los símbolos compartidos.

Para el joven que recién egresaba del bachillerato aquella Sinfonía Tropikal, era como una redención de la historia de los manuales, la oficial; propicia venganza ante los profesores de Historia; una mirada a la historia a través de los códigos de un arte pop, desenfadado, que renovaba el asombro fenecido en los libros de educación media. Bolívar ya no moría tuberculoso en la ancha cama de San Pedro Alejandrino; sino agonizaba de tristeza pura en una playa ante el mar que no pudo arar con sus sueños liberadores. Miranda, languidece también en el catre de la Carraca, tal como lo representara Arturo Michelena, pero al aire libre más preso de sí mismo y de sus visiones prodigiosas, que no de los límites de la vil mazmorra.

Los héroes de aquel fresco que transcurría ante la vista con los valores propios del formato súper 8, fragmentaba la historia patria y creaba otro relato a partir de la estética del performance, en la que el cineasta se formó durante una temporada en Europa.

La búsqueda estética continuó en los dos largometrajes siguientes de la Trilogía; Orinoko, Nuevo Mundo (1984) y Amérika, Terra incógnita (1988) en las que el artista articula la deconstrucción del relato mítico nacional, al explorar con parecido procedimiento –el recurso al tableau vivant— la estética barroca, a partir de la pintura de la época y el imaginario pre colombino confrontado a la civilización invasora. La Trilogía vista en conjunto, conforma un relato en el tiempo hacia la profundidad del origen; las fuentes de nuestro río tutelar, el Orinoco.

En Orinoko, Nuevo Mundo el realizador fija iconos y momentos cinemáticos que han tenido influjo innegable en la visión del pasado venezolano; al menos en el propio cine.

 

Relato fluvial, la corriente del agua es el drama y ahí aparecen la Biblia y el Crucifijo librados al torrente, inermes, sin retorno hacia la profundidad de la selva, hacia donde la fe es desconocida; una metáfora que más tarde retoma el cineasta Luis Alberto Lamata en su inolvidable pieza de género histórico, Jericó (1990)

Ahí está el chamán en el rito del yopo, quien en el trance visiona el cataclismo por acontecer, el choque de civilizaciones; el desgarro originario de la América mestiza.

El relato de esta película deviene la alegoría singular que el autor va creando en el tiempo cinematográfico para culminar en la imagen encuadrada en el marco clásico de la pintura, pero en torno a una composición inédita.

Diego Rísquez vivió siempre en la vigilia de la creación; llevaba su arte encima, puesto. Lo habitaba en su casa tan excéntrica como acogedora; una puesta en escena en la que se vivía, se almorzaba y se conversaba al caer la tarde sobre los colgantes móviles con los que el residente de ese caney y ese jardín con una cancha de bolas criollas, invocaba a Juan Griego, el pueblo insular en el que nació.

Diego era un director de gran capacidad a la hora de la puesta en escena de los planos más difíciles: así como se demoraba en un encuadre de puro lirismo, aparentemente inmóvil, creaba con extraordinario acierto secuencias épicas pocas veces vistas en el cine latinoamericano. Y todo ello, lo hacía al llevar al límite los recursos del Súper 8.

No mucho tiempo después que un grande del cine alemán, Werner Herzog, por citar, emprendía nuevamente el viaje de descubrimiento apertrechado de una cámara, un equipo de realización y un elenco para desandar los pasos del Conquistador feroz con su memorable Aguirre, la ira de Dios (1972); el venezolano Diego Rísquez hacía el contrapunto desde aquí, desde donde toda esa saga comenzó, con un relato propio, genuino y sin concesiones al estatus, y a la vez universal, imperecedero.