Rodolfo Izaguirre: Vamos a salir del lodazal
El crítico y escritor leyó una ponencia en el foro "Cultura en resistencia" en la que comparó la situación del país con un pantano del que debemos salir

La metáfora entre Venezuela y un gran pantano guió al ensayista y escritor, Rodolfo Izaguirre, para labrar una ponencia sobre el papel de la cultura dentro de la crisis que enfrenta el país. Este 2 de julio, en el foro Cultura en resistencia que organizó el Trasnocho Cultural, el también crítico de cine leyó un texto de su autoría en el que condensa una evaluación sobre los problemas a los que estamos enfrentados, sus causas, pero también su visión de futuro.
En un escrito incisivo cuestionó a los gobernantes actuales, sin dejar por fuera a Hugo Chávez, otorgándole corresponsabilidad en lo que recreó como el camino hacia la ciénaga; abucheó a los intelectuales que aún hoy permanecen silentes ante los atropellos a los ciudadanos que protestan en las calles, y confesó la desconfianza que le causa la posición de la Fiscalía.
Ante las preguntas: ¿Cómo y quiénes nos rescatarán de la ciénaga en la que ya estamos a punto de perecer?, el intelectual responde: “De esto se trata la resistencia: abrir un nuevo camino a un país que va emerger de la catástrofe”.

A continuación, por escrito, la ponencia de Rodolfo Izaguirre en el foro Cultura en resistencia realizado en el Espacio Plural del Trasnocho Cultural la mañan de este 2 de julio de 2017:
Existen los cuatro elementos. El aire, el fuego, el agua y la tierra. El pantano es la descomposición de espíritu porque al carecer de aire y fuego y, fusionarse el agua y la tierra, se pudre. Se hace cieno, nodo, y hay quienes se pierden allí, quienes caen en él y chapotean, y gritan, y manotean, se desesperan en un vaho malsano y aparecen los manglares del delirio, los pantanos de la memoria. Porque chapotean también frente a los obstáculos que creen insalvables ante las pasiones que los acechan en la sombra. Se hunden como Nicolás Maduro, en la pesada pestilencia de las equivocaciones y, tozudamente, persisten en ellas.
Ignoro si se trata del azar o si es la mano del destino pero hay quienes sin hundirnos, logramos cruzar la zona de arenas movedizas y emerger de las ciénagas que aparecen a cada trecho de nuestras vidas. Pero hay quienes sucumben a las insatisfacciones amorosas, a los desengaños; inclinan la cerviz ante el poderoso. Brilla la venganza en el puñal, el sonido del disparo arrastra la orden de aniquilar al adversario y se hunden, ven como se les desintegra el espíritu y claudican, traicionan, se asoman al espejo y ya no se ven en él, caen en el cieno, en el lodo de la desventura, se ahogan en el vaho podrido de los pantanos y desde el fondo del lodazal, chapoteando en el hedor de la ciénaga, algún poeta, pintor, o cineasta da dádivas ante el sátrapa: “Ordene comandante” y aceptan la perversidad con que el régimen despótico dispara a matar contra los manifestantes más jóvenes en la enardecida política de calle. Aplauden indiferentes la orden de desbaratar la democracia, aplauden en el mandatario la ausencia de ideas o de pensamientos propios y contemplan sin decir una palabra, el fracaso de la economía y ven cómo es arrasada la cultura. Me refiero a Román Chalbaud, Luis Alberto Crespo, a Hernández de Jesús y hay muchos otros.
Sócrates Serrano me dirá si es sanador o reparador lo que voy a decir, pero ellos tienen todo el derecho a empantanarse y a claudicar si creen que al hacerlo encuentran su verdad. Mi talante democrático les concede ese derecho, pero tengo también el derecho a abuchearlos, no porque se acojan bajo las tejas podridas de un régimen despótico, sino por el hecho de no haber sido capaces de emitir un reproche, marcando alguna distancia, aunque fuese mínima, y repudiar los estragos del genocidio.
Es evidente que la política de calle está poniendo en jaque al régimen, habrá que esperar que lo ponga en mate. Entiendo que esto es un gesto de desesperación, la insensatez de la tiranía de convocar una constituyente de pacotilla y, ojalá me equivoque, pero sospecho que las observaciones de la Fiscalía, adversas al régimen, deben ser un nuevo engaño, porque ella milita en el chavismo original y no en la infelicidad del madurismo, puesto que pudo haber empezado por liberar a los presos políticos que ella arbitrariamente contribuyó a llevar tras las rejas.
Definitivamente huele mal en los pasillos del régimen genocida y militar. Comienza a expandirse la putrefacción del pantano. Los gases dejan escapar su aliento podrido, un aliento que impregna a mandatarios y a acólitos, a enchufados y a sapos cooperantes, a paramilitares disfrazados de civiles agrupados en colectivos que no logran ocultar sus perversiones criminales, a militares fascistas asociados a la degradación, a los intelectuales claudicantes y abucheados.
Maduro huele mal. Es el pantano en el que trata de no hundirse aunque sabe que ya lo está y mientras más se agita, parlotea, habla con las vacas, o con el comandante vuelto pájaro y mueve los brazos como aspas, más se hunde en el lodo grisáceo de la ciénaga. Las raíces aéreas que respiran en el manglar no están allí para que Maduro pueda aferrarse a ellas y escapar a su propia disolución. El problema es que también el país y nosotros, a pesar suyo y a pesar nuestro, estamos hundiéndonos en el pantano.
Y las preguntas siguen siendo las mismas: ¿Cómo y quiénes nos rescatarán de la ciénaga en la que ya estamos a punto de perecer? ¿Las bombas puputov? ¿La retórica política? ¿Los egresados de Oxford? ¿Los líderes de la calle? Y de esto trata la resistencia: abrir un nuevo camino a un país que va emerger de la catástrofe. Evidentemente, un nuevo país. Un país que no soportará la retórica de la cuarta república, porque el país es otro y es lo que tenemos que entender y aceptar.
Es decir que la resistencia no termina con la salida de Maduro y de sus cómplices. Vamos a tener que enfrentarlos siendo ellos oposición. Y no quiero ni pensarlo, pero con ellos en la oposición aparecerá el terrorismo entre nosotros, bombas en los supermercados y en las salas de cine, y tenemos que organizarnos y resistir de nuevo, pero ya no será con la eficacia de las puputov y el enardecimiento de los hombres y mujeres jóvenes que arriesgan sus vidas en las manifestaciones, sino con frialdad y sagacidad política.
Hablo del pantano, un pantano al que el populismo chavista nos está llevando y en que nos negamos a caer. La satrapía militar ha envenenado el lenguaje. El primero en envenenarlo fue Hugo Chávez impregnando de asperezas y vulgaridades el lenguaje que hablamos. Era un ser balurdo. Busquen la palabra en el diccionario. Dirá “balurdo, balurda: gente ordinaria y soez”. Esos son ellos. Es un lenguaje de cuartel, limitado, rancio, estrecho, ordinario y soez. Resistencia significa no solo rescatar nuestra dignidad, escamoteada por el régimen genocida, sino devolver el lenguaje a la vida civil, a una vida enaltecida. Significa honrar a nuestros héroes civiles. La resistencia de la cultura es enfrentar la mediocridad, respetar y situar la cultura- llamada popular- en sus justos límites, apartando la pobreza de almas que hay en muchas expresiones sin valor estético, pura arpa y maraca, es condenar el espeso populismo chavista que declaró que todos somos artistas y creadores y que no se requiere la presencia de curadores de arte en las exposiciones. Una declaración dicha antes de que Chávez decapitara la dirigencia del arte y de la cultura porque le dijeron que reinaban sobre principados. Y sonando un pito y gritando: “estás ponchao” o una ofrenda semejante, humilló a Sofía Imber, a María Elena Ramos, a todos nosotros. Resistencia cultural es asumir la nobleza y la gallardía de nuestro espíritu, hacer que el arte, el pensamiento, la aventura intelectual, regresen del exilio al que están confinados desde el momento en el que el cuartel expulsó al arte y decretó la asfixia de nuestras universidades.
Alguien lo supo decir en una sola frase
“Mientras el Teresa Carreño era de uno, íbamos todos. Ahora que es de todos, uno no va”
A su manera lo dijo también Zapata:
“Cuando esto termine volveré a ser de izquierda”
No es fácil lo que hacemos. Mantener la política de calle y poner en jaque al régimen supone un esfuerzo descomunal, de unidad política, valor personal, ingenio, inventiva, estrategia. Todos participamos. Mi nuera intentó justificar mi ausencia en las marchas aduciendo mis problemas circulatorios y el bastón y le dijeron: “Rodolfo no tiene porque marchar, que escriba”. Y es lo que hago.
Otros pintarán, diseñarán, harán teatro, se expresarán a través de la música o del color, asomarán su rebeldía con palabras, o marcharán, diseñarán sus pancartas, fabricarán sus escudos, devolverán las bombas que dispara la aberrante Guardia Nacional, pero la cultura es nuestra mejor arma: no la tiene el enemigo, su poder está en el tiempo.
Sé que me estoy extendiendo, pero déjenme poner un ejemplo de lo que estoy diciendo:
El ejemplo que quiero poner es el del cineasta japonés Akira Kurosawa. Kurosawa realizó en 1972, hace 65 años, la película Ikiru (Vivir). Japón salió derrotado y deshonrado de la II Guerra Mundial. El emperador Hiroito perdió en vida su carácter divino, el país japonés necesitaba héroes civiles, no militares porque los militares fascistas habían llevado el país a la catástrofe. Es cuando aparece Watanabe , Kanji Watanabe, un oscuro concejal al que le han diagnosticado cáncer y seis meses de vida. Watanabe trata de pasar esos últimos momentos aturdiéndose en bares de alterne, aturdiéndose con las chicas, pero se da cuenta de que debe emplearse en algo más digno y concentra todos sus esfuerzos en convencer a los concejales y a la burocracia para que venzan la burocracia y construyan el parque infantil de su comunidad. Y lo logra. De esto trata al película. Al final, Watanabe, meciéndose suavemente en el columpio del parquecito infantil que él hizo posible, muere bajo la nieve canturreando una vieja canción, una dulce canción, la canción más triste del cine. Eso es la resistencia, si leemos bien esta película japonesa de 1952, ella puede hacerle ver al venezolano de hoy, en la hora actuar, una manera de rescatar la heroicidad y la dignidad que hemos perdido sin caer en pantano del conformismo, de la virtud o de la resigna.