Sobre la biopic: a propósito de “Las horas más oscuras”
Gary Oldman gana el Oscar por la interpretación de Winston Churchill en una película biográfica, paradigma del género

El relato inicia con un plano cenital del altivo parlamento británico visto abajo, indefenso y aplastado en medio del bullicio que suele librar la deliberación en instantes de duda tremenda. Inglaterra y Francia pierden la guerra ante el avance de la Alemania Nazi. Buena parte del territorio francés está bajo el dominio de la ominosa esvástica. Las fuerzas armadas bajo la orden feroz del Führer ocupan también Noruega y Dinamarca.
Pronto el drama informa que el Primer Ministro en funciones, Neville Chamberlain, dejará el cargo. ¿Quién lo reemplazará en hora tan oscura? Aun tarda en desprenderse el personaje de ese coro de principales, ahora indiferenciado en la desesperación, encerrado sin salida en el recinto del Palacio de Westminster. Es más, en la ocasión, solo reposa el sombrero del ausente sobre su silla de parlamentario.
El espectador de la película sabe a qué viene; solo espera la aparición de héroe tan tenaz como controvertido. La conseja precede a una figura histórica que se antoja emanación shakespeareana; más una maquinación del bardo de Stratfor Upon Avon que una alusión al lugar común: un hombre de su tiempo, sería un epíteto simplón para Winston Churchill. El icono es universal: el corpóreo británico, trajeado rigurosamente, su estatura y su rictus temible coronado por el clásico bombín; así perdura en el imaginario del mundo quien luce a la mirada de buena parte de sus compatriotas como el inglés más notable del milenio que pasó.
Representado muchas veces y por actores muy singulares –John Lithgow hace una impactante caracterización en la serie The Crown—en la película de Joe Wright Darkest Hour (2017) traducida como Las horas más oscuras, el personaje es honrado por un actor excepcional, no precisamente la estrella de Hollywood por excelencia, sino un histrión cabal. Gary Oldman califica como actor de culto y lo de menos es que finalmente se haya hecho de un Óscar a cuenta de Churchill. Inglesísimo como aquel al que interpreta, Oldman de 59 años, hubo de representar a un hombre bien entrado en los 60 y en kilos, aparte de sobrados centímetros más alto. En este caso, el actor se impone al desafío del pesado maquillaje que pareciera solo dejarle la mirada y tal vez los labios de la faz natural; no obstante, el intérprete muestra el dominio de tan difícil instrumento dramático; la polifonía muscular que es el humano rostro, y lo hace con la precisión expresiva de un clavecinista.

Oldman confiere toda la potencia –oscura y luminosa—que merecía el Churchill escrito para la pantalla por Anthony McCarten, un drama canónico y profundo que Wright pone en escena en perfecta correspondencia tonal con el texto.
Actor, director y escritor crean un paradigma clásico del género conocido como biopic: es clara la enseñanza para biógrafos apresurados, ansiosos de dar con el misterio de alguna celebridad. Abordar un personaje histórico, hurtárselo a la realidad, es labor de tiempo, talento y oficio decantados.
En primer lugar, por muy controversial o antipático que sea el personaje representado, no puede escribirse un relato en su contra. Es un error de raíz que se ha visto en muy fallidas piezas biográficas creadas con el solo propósito de abominar al protagonista; si al contario, se lo ensalza impoluto, apolíneo, resulta inverosímil por no decir perfectamente repugnante.
Al inicio del drama, a Churchill parece no quererlo nadie, al menos en diégesis. En 1940, el político de marras era al establishment tan engorroso como una piedra en el zapato o un dolor allí abajo. Pero, ocurre algo esencial para ficcionar la historia: irrumpe un testigo, en este caso, la secretaria obediente y discretísima, quien no obstante no se deja vencer al primer berrinche de su jefe e insiste. El punto de vista del relato deriva poco a poco de los ojos candorosos de Elizabeth Layton, la joven asignada para tomar el dictado del flamante Primer Ministro, interpretada por Lily James. Entre ambos personajes, un viejo poderoso que intimida hasta al Rey Jorge y la joven taquígrafa se establece un hilo de empatía sutilísimo.
El personaje testigo es crucial para que el espectador conecte con un protagonista a ratos torvo, irascible, tenaz hasta lo tenebroso, pero movido por nobilísima causa: el patriotismo único de los británicos. Y entre Winston y Elizabeth evoluciona suave una historia de amor que nada tiene de galante, caso en que resultaría grotesca por improbable, sino que se sumerge en la complejidad afectiva que puede darse entre la ternura de un hombre mayor por una veinteañera y la sincera devoción que ésta le profesa.
En la borrascosa circunstancia, cuando Churchill debe poner a todo el país de su parte para no ceder a la aristocrática pretensión de negociar con el azote nazi y, por el contrario, seguir combatiéndolo; cuando debe sacrificar a 4000 soldados acantonados en Calais para salvar los 300000 atrapados en Dunquerque, el gobernante requiere de la proximidad inocente de su auxiliar; se procura la presencia de Elizabeth hasta en los corredores reservados solo para quienes dirigen la guerra. Es así como el añoso héroe completa su humanidad en la mirada de la señorita que lo asiste.
La cinta de Wright da cuenta de tan tortuoso tramo de la historia de Inglaterra como de la vida del inolvidable Primer Ministro con una estrategia dramática sin deslices. Churchill como corresponde a un hombre de su relevancia tuvo en sus pares más adversarios que amigos; Lord Halifax, medroso antagonista, no obstante, como a veces sucede, resume la hazaña al final de la película: “He mobilized the English language and sent it into battle” (“Movilizó la lengua inglesa y la envió al combate”) Y no en balde le dieron el Nobel de Literatura por su prosa de tribuno: fue mediante la lengua compartida que inspiró a sus compatriotas a cambiar la historia al costo de sangre, sudor y lágrimas.