El tránsito que somos
Un análisis sobre la trascendencia de Eugenio Montejo se presenta de la mano del crítico y escritor, Víctor Alarcón

Eugenio Montejo cada día cobra mayor jerarquía en la poesía venezolana. Si bien empieza como un poeta con un trabajo destacable dentro de un grupo sustancial, en el que estaban, entre otros, Alejandro Oliveros y Reinaldo Pérez Só, envidiables compañeros de trabajo, a medida que pasan los años, su preeminencia y singularidad se acentúan. No quiero decir que otros bardos surgidos en la década de los setenta sean prescindibles. ¿Cómo entender nuestro hacer poético sin Hanni Ossot o sin Luis Alberto Crespo? Pero concordemos en que el protagonismo que ha adquirido es envidiable.
Incluso algunos de los escritores que habían figurado antes de su aparición, de forma voluntaria le ceden un espacio central. Cuando veo la atención con que Rafael Cadenas revisa su poesía, solo puedo sentir que me está diciendo: deja un momento Los cuadernos del destierro y préstale atención a Terredad. Para completar el círculo, el autor de este último título nos obliga a volver a los padres literarios; pocos autores digirieron con tanto cuidado la tradición poética de Venezuela. Muchas de las imágenes de Montejo me parecen una herencia muy bien rumiada. Es difícil no recordar el «Relámpago extasiado entre dos noches» de Vicente Gerbasi cuando leo «en el tiempo no es un pájaro sino un rayo en la noche de su especie», de «La terredad de un pájaro». Este gesto se acerca a la búsqueda de la tradición de T. S. Eliot, pero Montejo se asegura de no volverse pesado ni retórico, un riesgo que corren algunos de los seguidores de La tierra baldía. Esto es más destacable al ubicar cronológicamente al valenciano: justo después de la década de los setenta, cuando los escritores, buscando una renovación y un aire fresco, renegaron del tradicionalismo.
Sin olvidar las lecciones de los rupturistas, Montejo se nutre con la densa savia de la tradición, la transforma y la ofrece al lector en imágenes sencillas que portan un vitalismo excepcional. Esta es una de las características esenciales de libros como Trópico absoluto o Alfabeto del mundo y, al mismo tiempo, uno de sus elementos más destacables. Cuesta trabajar la vitalidad en el arte sin caer en la ingenuidad, el facilismo o, incluso, la histeria. En cambio, según Rafael Cadenas, la vida no solo es uno de los tópicos centrales de la obra que nos ocupa sino que «envuelve todo. Puede afirmarse que en su poesía la vida trasciende el yo. Es la protagonista». Es probable que esta necesidad de enseñorear un tema tan complejo haya compelido al autor a desarrollar estrategias inesperadas en nuestro campo literario.
Elementos tan básicos como la imagen, consiguen una complejidad inesperada. Además esto se ve desde poemas tempranos como «los aviones puros que se elevan / hacia los aires altos del deseo», en «La Vida», hasta la particular formulación del cuerpo femenino como una casa:
Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos el caballo.
Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir
ya no sabemos,
porque al entrar nunca se sale.
Américo Ferrari las analiza y define como figuras. Destaquemos cómo se elaboran con un sentido de tránsito, de movimiento. La temporalidad se materializa en unas imágenes que se construyen o cambian ante nuestros ojos y percibimos un proceso inacabado. Quizás la capacidad de reutilizar las imágenes de la tradición como algo fresco y nuevo influye en la técnica.
Me interesan los otros mecanismos que acompañan al recurso central del género. Es destacable el uso de neologismos; el más popular de todos sería terredad: «la palabra terredad, de entrada, posee carácter definitorio de toda su poesía». Según explica Cadenas, el propio autor le indicó que con ese término buscaba «nombrar la condición tan extraña del hombre en la tierra, de saberse aquí entre dos nadas, la que nos precede y la que nos sigue». Lo interesante es que la definición no se halla en un ensayo o en un texto crítico, sino en unos versos que evaden la conceptualización y se decantan por la plasticidad: «Estar aquí por años en la tierra, / con las nubes que lleguen, con los pájaros, / suspensos de horas frágiles».
A pesar de la oportuna cita del poema «Terredad», es fundamental notar que, tal vez, la explicación más clara de la palabra está al relacionarla con un acto de vida: «La terredad de un pájaro es su canto, / lo que en su pecho vuelve al mundo». Siempre me ha impresionado el protagonismo del artículo neutro «lo» en la poesía de Montejo. Incluso en uno de sus mejores poemas: «Lo nuestro». El empleo de este recurso le da un efecto de indefinición a aquello de lo que se está hablando, resalta su carácter efímero y lo presenta delante de nosotros como algo siempre esquivo.
Pareciera que hay una necesidad de trascender la imagen sin dejarla de lado, sin olvidarla, sin apartarla. La figura del ave entonando una melodía constituye el centro del poema, pero también se desmaterializa cuando la actividad se describe como un desborde de los contenidos del cuerpo hacia el mundo. El yo lírico parte de imágenes cotidianas para pasarlas por el tamiz de la abstracción lingüística y llegar a arquitecturas más inasibles: «los ecos de un coro invisible / desde un bosque ya muerto».
Otro de sus recursos destacable, el talante narrativo se enlaza aquí. En «Manoa», por ejemplo donde el trayecto del yo lírico, en un viaje infructuoso, da la sensación de movimiento vital. Pero esta idea, la de un tránsito de vida plasmado en el papel, consigue su cabal expresión en otras técnicas.
Arturo Gutiérrez Plaza me señaló una vez la inteligente decisión de Eugenio Montejo al ocultar su primer libro, anterior a Élegos. Este recurso, que en muchos escritores responde al pudor ante sus primeros pasos, le da una homogeneidad inusitada a sus títulos. Más aún si pensamos que uno de sus tópicos centrales es la vida del yo lírico que nos habla. Esa voz no se modifica drásticamente, al contrario, intenta ser coherente a lo largo de los años. Al conjugar esto con poemas que hablan del nacimiento de ese yo o el diálogo que tiene con sus hijos, confirmamos el carácter biográfico que aborda el trabajo de Eugenio Montejo.
Para completar ese efecto, la heteronimia es una aliada invaluable. El trabajo poético de Montejo busca vertientes experimentales y juegos inusitados como La caza del relámpago, de Lino Cervantes. Por supuesto, versos como «Mirrámpago blédur» quebrarían la continuidad de la voz de Montejo. De forma oportuna, el autor se distancia y crea un heterónimo independiente. Mientras Pessoa desarrollaba biografías ficticias para que sus heterónimos escribieran, Montejo deja que los heterónimos escriban para que el ortónimo pueda cifrar su trayecto en los versos que firma. Así, la escritura central, esa que se adjudica a Eugenio Montejo, queda como una metáfora más del tránsito. Para sellar este mecanismo, el uso del seudónimo es central. Cuando Eugenio Hernández Álvarez deja su nombre de lado para adoptar el apellido Montejo, está dándole independencia al mundo de la ficción poética. Con ese giro, el yo lírico parece homologarse con el nombre que figura en la cubierta del libro porque el lector atento también lo sabe producto de la ficción.