Tres películas venezolanas
Un grupo de talentos coinciden y repiten crédito en el trío de largos que parece apuntar a un código estético compartido

El Amparo (2016) de Rober Calzadilla; La familia (2017) de Gustavo Rondón Córdova; y Jazmines en Lídice (2017) de Rubén Sierra, conforman un corpus relevante del cine venezolano más reciente. No porque repitan nombres en los créditos respectivos, es posible reconocer una comunidad cinematográfica; no aun, un movimiento estético o, en todo caso, uno que requiera enunciados, manifiestos o “dogmas”. Hay un código compartido entre las tres piezas, que se confiesa en pantalla: una planificación de la experiencia cinematográfica inusual en el cine venezolano.
Ciertos valores de la planificación a la manera del neorrealismo o, solo por nombrar, el Dogma danés, traman el resultado ante el espectador. Tal vez más visible al menos avisado sea la apuesta por lo que el teórico francés André Bazin llamó la “amalgama de actores”.
Se trata de adherir el actor experimentado a un coro o un reparto completado por actores naturales; gente del lugar donde se establece el set o elegidos entre el común; un trabajo de casting más sutil y no sea casual que en el crédito correspondiente en los tres largometrajes aparezca el nombre de Rober Calzadilla, hombre de rigurosa formación teatral. “No (hice) una película de personajes sino de personas”, comentó en su momento a propósito de El Amparo. “Con los actores profesionales busqué más bien que se despojaran del ropaje del actor, que no tuvieran miedo de equivocarse. Se trataba de quitarles la pose de ‘¡tengo que hacerlo bien!’ y trabajaran con toda la complejidad del ser humano”.

Si esta concepción del hacer cinematográfico coincide en algo con el Dogma de Von Trier y Vinterberg, cabe decir, no obstante, que este grupo de cineastas toma distancia del “complejo danés” ante la tecnología de realización. En todo caso, la asimilación eventual a aquel manifiesto firmado en Conpenhague en 1995, se establece desde la mirada del espectador. Rondón Córdova reconoce que tributa de cierto Pasolini y Calzadilla prefiere hablar de John Cassavetes, paradigma del cine independiente de Estados Unidos. La escritura de la cámara se aviene con las ventajas de estabilizadores y recursos de óptica muy al día; así como el montaje recurre con provecho al repertorio de software de última generación. Los valores de fotografía y la provisión de set de iluminación cumplen con los estándares más altos. El audio en directo, la edición de capas de sonido de ambiente y diseño final de banda sonora con todo el recurso a disposición, son impecables; sin fisura o error técnico. Aquí se quiere hacer el mejor cine posible sin impostura ideológica o estética.
No hay propósito de “cine pobre”. Se saca el mayor provecho de las condiciones de planificación, producción y realización de bajo presupuesto en un entorno social difícil; un país en emergencia permanente.
Y ese país en apuros trashuma las tres películas que se comentan, desde abordajes diferentes. El Amparo basa el relato en el acontecimiento histórico que puso al pueblo homónimo al sur de Venezuela en primera plana hace tanto como 1988. En las cercanías de El Amparo, extremo rural cuyos pobladores encontraban principal sustento en la práctica más tradicional de la pesca en los afluentes del río Arauca, tuvo lugar un hecho sin precedentes: una matanza, de las que hoy rutinariamente llaman “falsos positivos”.
La película proviene de un montaje teatral previo y suma los valores épicos del cine, pero siempre con el tiro de cámara puesto en el drama singular de los dos personajes; representación de los dos sobrevivientes de la masacre perpetrada por efectivos de fuerzas de seguridad del Estado. Desconcierta que Google califique la película como de género “bélico”, puesto que no va de ningún género, en todo caso. El guion explora la situación psicológica de encierro de los personajes, retenidos en una celda, acusados de ser miembros de la guerrilla colombiana que desde hace tanto asedia la frontera binacional. El drama deriva a la noción clásica del coro trágico, las mujeres del pueblo que enmarcan el luto por los asesinados y encarnan la puntual rebelión contra el poder asentado allá lejos en la capital; la injusta omnipotencia del Estado. La amalgama entre el reparto profesional y los pobladores del lugar elegido para el rodaje no presenta esguince en momento alguno; el olvido cinemático gana al espectador que se libra al drama sin que haga ruido el hecho histórico documentado.
La familia elige el ámbito urbano por excelencia; el bloque, el urbanismo de “interés social” tan de Caracas o cualquier ciudad de Venezuela y tan universal como la Banlieue parisién. La singularidad venezolana viene de su propia porosidad social; el drama de este largometraje transcurre en esa otra frontera, la que está dentro de la ciudad que, en este caso, no ofrece resistencias geográficas como otras urbes. Los chamos del bloque se entretienen en la azotea con una pistola de palo que apuntan hacia el barrio, allá abajo; los llamados ranchos señalan la otredad ahí no más, a tiro. La escritura de cámara, en esta película abunda en la toma o plano de seguimiento, sobre el hombro del personaje, el pathos de la espalda; una trama cinemática que adentra en la experiencia del bloque, donde las familias hacen vida en los pasillos intrincados. La inminente violencia manifiesta y así se dispara la aventura de un padre y un hijo que a duras penas conviven en el trance de salvar el pellejo; trashumantes de esa Caracas a ras de suelo, donde los contrastes sociales se funden en la noche y deslucen durante el día. Para el abordaje cinemático del país inmerso en una crisis sin fin y ofuscado por la polarización ideológica, Rondón optó por una planificación abierta, sujeta a la transformación sobre el propio proceso de rodaje: “Hay escenas que no estaban escritas y que están en la película, que las escribí durante el rodaje, a partir de la sensación que me daba alguna locación; hay momentos robados. Más que todo cuando estábamos con los dos protagonistas solos”, comentaba sobre su ópera prima.

Rubén Sierra es productor de El Amparo y más recién produjo y dirigió Jazmines en Lídice, ambas escritas por la dramaturga Karin Valecillos. La ópera prima de Sierra, a la espera de estreno comercial en Venezuela, basa en la pieza teatral homónima de Valecillos; un precursor determinante en la puesta cinematográfica. No obstante, el texto teatral decanta en silencio; el recurso al tiempo muerto cinemático se lleva al extremo; el diálogo se disuelve en el drama visual, kinésico, esta vez sí, del barrio, del “cerro”, donde la muerte es fácil; la vida tan empinada y el dolor siempre más arriba de cualquier anhelo. La injusticia muda campea sobre las almas de las mujeres; viuda, madre, hermanas de un muchacho asesinado, uno caído en esa guerra sorda que no perdona siquiera al que no hace bando. Historia repetida mil veces en Venezuela, pero rara vez singularizada en la estructura dramática y la profundidad de campo del cine.
Rondón Córdova participa en los créditos de montaje de las tres piezas que muestran una poética afín en la diversidad temática y narrativa. Tumbarrancho Teatro ahora también es Tumbarrancho Films y la forma de creación grupal propia del arte escénico replica en el cine. Lo ha dicho Calzadilla sobre este concierto de talentos en un momento dado del cine venezolano: “Un equipo con ideas diferentes del arte, del mundo, de todo, pero con un objetivo”. Y el objetivo no es otro que hacer una película.