Un cumpleaños en la lejanía
En este bello artículo, Fedosy Santaella narra otra faceta de la emigración de los venezolanos en un contexto familiar

Hoy le cantamos cumpleaños a mi hijo. Hace mucho tiempo, en Epcot Center, vi también a una a familia haciendo lo mismo. No recuerdo si fue dentro de la gran esfera que está por la entrada futurista del parque o en Horizons, una atracción que se encontraba más adelante. Tendría yo unos diez y siete años, un poco menos quizás. Íbamos sobre aquellos rieles que te van haciendo el recorrido, así, sobre los carritos, viendo el montaje de las distintas vitrinas cuando llegamos a un escenario donde una familia celebraba el cumpleaños de su hijo. Aquella familia cantaba el cumpleaños feliz en compañía de sus abuelos y otros dos familiares, pero lo curioso del asunto era que los abuelos y los familiares estaban presentes gracias a unas pantallas, pues al parecer se encontraban a millones de kilómetros de distancia, posiblemente en otra parte del planeta tierra o en alguna estación espacial. Me asombró aquello, aunque no me pareció imposible. Yo me decía que el prodigio llegaría a ocurrir en un futuro lejano, que yo no vería, pero que sin duda tendría lugar.
Hoy le cantamos cumpleaños a mi hijo. Estuvieron una de sus abuelas y una tía con una de sus hijas desde Caracas, y otro tío, mi hermano, en compañía de mi cuñada y mi sobrino, desde otra parte del mundo a la que también se fueron. La abuela estaba en un celular, la tía con su hija estaba en otro y mi hermano, mi cuñada y su hijo en un tercer celular.
Se entiende, por supuesto, que yo tampoco vivo hoy día en Venezuela. No estoy, obviamente, en otro planeta ni en una estación espacial. Estamos en otro país, y por ello los aparatos estaban allí, recostados de una caja con las cámaras hacia la pequeña torta marmoleada y el quesillo que prepararon en casa, allí frente a mis dos hijos, mi señora y yo, incluso el perrito. Y así, a millones de kilómetros, desde dos lugares distintos de Caracas y desde otra parte del mundo, le cantamos cumpleaños a mi hijo.

No pude dejar de pensar en aquella imagen de Epcot de hace unos veinte años atrás, reflejo de un momento experimentado en compañía de mis padres durante alguna vacación escolar. Vivíamos en Venezuela, salíamos de vacaciones, regresábamos a nuestro país. Nuestro país era el centro de nuestras vidas. En aquel entonces, cuando pensaba en el futuro de la humanidad, la imaginaba tal como lo había visto en Epcot: un futuro luminoso de alta tecnología y sistemas de comunicación tan sofisticados como aquel del paseo del parque futurista.
Aquella manera de comunicarse sí llegó para toda la humanidad. Ahí están las pantallas de los celulares, su sistema de audio, de video; pero el futuro, para nosotros, para mi familia, para muchas familias, para muchos venezolanos, terminó siendo un secuestro del espíritu. Nuestro viaje, nuestra salida, nuestra migración no fue hacia las alturas del cosmos y de la tecnología; nuestro viajé fue o comenzó dentro de una oscuridad que de a poco nos masticaba hasta que finalmente nos deglutió en su furia. Esa oscuridad no nos llevó al pasado, precisamente, sino a aquel agujero negro que absorbió toda luz, toda belleza, toda libertad.

Hoy le cantamos cumpleaños a mi hijo. Tiene ahora trece. Nació con la revolución, la padeció, fue testigo, vio un tiroteo, supo de muertos cercanos, supo de la angustia del hambre y de la falta de dinero de sus padres. Se fue de su país en lo peor de la revolución (aunque siempre puede ser peor).
Hoy le cantamos cumpleaños a mi hijo, en otra casa que no es nuestra casa, en otro país que no es nuestro país, en presencia de una familia convertida en pantallas de celulares.
Hoy fue hermoso cantarle cumpleaños a mi hijo, sí, con sus tíos y una de sus abuelas. Pero también dolió, también dolió.